¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Sería 1995. En uno de los viales adoquinados del centro de Ámsterdam por los que los coches y las bicis circulan junto a los canales, el Volvo 340 se quedó tieso. No había manera. Mi apuro era monumental, mientras veía por el retrovisor cómo la fila crecía detrás de nosotros. Nadie pitó ni una sola vez. Un señor mayor bajó de su vehículo y me propuso tirar del mío con una soga industrial de calidad y perfectos mosquetones y grilletes: él lo hizo todo, tras colocar su coche delante del mío con una maniobra que yo, atribulado, no hubiera imaginado. Me dio jalón y velocidad, metí la segunda, el viejo sueco arrancó, y la vida siguió su curso en Prinsengracht. Nadie entre los atascados por mi avería tocó el claxon; fueron para mí unos interminables quince minutos. No pitar era allí educación vial.
En India, en un rickshaw, en ese tipo de situaciones que el turista acepta con una extraña fe cuando en realidad está arriesgando su vida, el piloto de la moto encapotada, a tres ruedas y con asientos traseros me explicó que tocaba el pito continuamente no por protestar ni censurar, sino sólo por hacer ver que él estaba allí, y que, en la líquida anarquía de la circulación de Delhi, su pitido y el de todos eran urbanidad y seguridad vial. Nada que ver con el vicio insoportable de algunos de nosotros en nuestras avenidas y cruces, ese castigo perfectamente inútil que de buena mañana y yendo al trabajo o en cualquier atasco se permiten un cierto porcentaje de conductores. Hacer sonar el claxon está prohibido por el Reglamento General de Circulación, salvo que sea necesario. Nunca por ese afán pseudopolicial y sancionador de tantos de nuestros Mad Max de ciudad, que ni callan como aquellos holandeses de aquel día, ni avisan con voluntad higiénica en otros mundos. Sólo pitan a la mínima contrariedad.
Sucede, o eso vamos notando, que no sólo molestan para nada los conductores privados, sino que está en boga que los chóferes de autobuses públicos flagelen con el moc-moc a los demás. A veces, pisando la bocina de pie, la de camionero; un sonido salvaje, que lejos de evitar problemas puede causar accidentes, incluidos los cardiacos. Una perfecta inutilidad y una licencia incompatible con su función pública, la de transportista: ¿de qué sirve el bocinazo? Creo que en poco tiempo el claxon en el coche será una antigualla, una extraña costumbre de los tiempos predigitales, con las que algunos se saludaban en el pueblo, otros avisaban de su presencia, otros evitaban presionar... y algunos utilizaban para destilarse unas gotas de prepotencia y otras de mala baba.
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