Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
La tribuna
TRAS el reciente debate sobre la reforma de la ley de propiedad intelectual, tras el balance de los incisivos relatos acerca de los abusos que viene desarrollando Google en relación con los derechos de autor, tras la abundante información sobre los ingresos de publicidad que se generan en la red, parece que los términos del debate están comenzando a aclararse: resulta que, al final, se trataba de una simple cuestión de dinero.
Fuimos muchos lo que, con el nacimiento y apogeo de internet, tuvimos un sueño. Un sueño de apertura y de transparencia más allá de las fronteras. Un sueño de accesibilidad gratuita y disponible para todos, en cualquier punto del planeta. Un sueño que nos permitía pensar en la cultura entendida como un valor libre y abierto, igual que el sol, el viento o la lluvia. Un sueño susceptible de unirnos y de comunicarnos a todos los habitantes del mundo globalizado.
Pero parece que había un detalle, una pequeña cuestión, la de siempre: la propiedad. De donde surge la nueva visión dominante de internet, entendido como una auténtica oportunidad de negocio. Y es que los autores, los creadores, los propietarios, aspiran a obtener sus correspondientes ingresos. Hay que suponer que se trata de potenciales autores de inmortales bestsellers, vendedores de miles o de millones de valiosos libros o de preciosas obras de arte; seres dedicados a la innombrable labor de la creación, y legítimamente dispuestos a vivir de ella. Todo perfectamente normal y conocido, o sea, nuevamente la lógica de los mercaderes llevada al campo de la cultura.
Otros pensábamos que, como ha sucedido en otras épocas, la creación podía entenderse también como un esfuerzo que se aporta al ámbito de lo común, que se dimensiona en lo colectivo; algo así como un regalo que se proyecta hacia afuera expresando lo que nos sobra o lo que nos desborda, lo que damos a los demás de forma gratuita, como damos una sonrisa o un saludo. Igual que sucedió, por ejemplo, en la época de los constructores de catedrales. Ahora se trataría del proyecto de arrimar el hombro en una especie de ONG virtual, conformando una auténtica comunidad planetaria donde cada uno aportaría lo que pudiera: sus experiencias, sus conocimientos, su creatividad, haciendo así de la cultura un valor común que se proyectaría libremente para todos, superando las viejas fronteras. Para ello sólo se requiere una plataforma tecnológica adecuada, de la que ya disponemos. Pero parece que esos sueños eran al final puros sueños utópicos, destinados a acabar chocando contra la lógica inexorable de los mercados y los mercaderes.
Por eso cabe sugerir si esta nueva dualidad de opciones no debería traducirse igualmente en diferentes marcos jurídicos, como ha sucedido en otras épocas. Porque no todo ha sido siempre propiedad privada, sino que también ha existido y existe la propiedad común o colectiva, el patrimonio de todos o accesible para todos; igual que subsiste hasta en nuestro días la lucha contra un campo lleno de barreras o de cercados o contra unas vías pecuarias privatizadas. Así que a partir de ahora, quien pretenda vivir de sus ingresos en internet, que se ponga en la fila de los propietarios. Y quienes aspiramos a participar en una plataforma abierta y gratuita, disponible para todos, en una fila distinta.
Pero, por favor, que no nos privaticen a todos en contra de nuestra propia voluntad. Que no nos persigan por confiar en la transparencia, entendida como una palanca que nos permite proyectarnos hacia un futuro mejor. Que no nos acusen por confiar en una utopía, pues, como decía Bertrand Russell, las utopías se demuestran empíricamente. Y un mundo sin circuitos de transparencia seguirá siendo al final un tinglado de pozos sin fondo donde se ocultan las corrupciones, las ingenierías financieras, las dudosas farsas de los servicios secretos, el dorado de las grandes corporaciones financieras o el chollo de los grandes traficantes y delincuentes internacionales.
Confiar en una plataforma abierta a la información y la cultura no sería en el fondo sino un intento de democratización desde abajo de la nueva realidad planetaria; un proyecto desde el cual podremos dar los primeros pasos hacia una ciudadanía cosmopolita; un intento colectivo para darle vida y contenidos a una red que, sin la aportación de cada uno, sería como una carcasa o una plataforma vacía.
Quienes confiamos en ese horizonte utópico no debemos ahora dejarnos torcer el brazo: mejor no empecemos de nuevo con los viejos sueños de forrarse a base de pelotazos. Porque la simple disponibilidad de instrumentos de cooperación no permite alcanzar por sí misma sus objetivos si efectivamente los propios ciudadanos no cooperan.
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