¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El arte de renombrar un puente
Puntadas con hilo
A algunos de los que han leído este fin de semana el informe de la Asociación de Promotores Musicales que hemos difundido y que sitúa a Sevilla como tercera ciudad de España en facturación por conciertos les ha sonado, nunca mejor dicho, extraño. ¿Sevilla? Es la reacción de quienes reivindicando macroconciertos tipo Beyoncé pocas veces consultan las carteleras.
La estadística confirma la existencia de una Sevilla que es invisible a los ojos de algunos sevillanos que, a pesar de su gran ombligo, suelen tener poca fe en la ciudad y en quienes forman parte de ella. Exceptuando Madrid y Barcelona, que juegan en otra liga, la ciudad es la que cuenta en España con el mayor número de espacios escénicos que no necesariamente compiten entre sí. Los hay de toda condición, titularidad, aforo y estado de conservación, sí. Empaquetados conforman una oferta atractiva dentro y, sobre todo, fuera, que justifica ese balance de la industria de la música en vivo.
No todos son cornetas y tambores. Ni sevillanas. Ni festivales indies. Es una suma de todo y Sevilla está presente en ese mapa que maneja el selecto club de promotores musicales de España. Y esto no es nuevo. Hay también un pasado que, aunque retumbe lejos, no lo está tanto. ¿Se acuerdan de Cita en Sevilla? Un invento del gobierno de Manuel del Valle que entre 1984 y 1991 contribuyó en gran medida a estimular la vida cultural de Sevilla. Había épocas en las que el recinto montado en el Prado acogía cada semana un concierto.
Claro que aquello estaba subvencionado. Al Ayuntamiento le costaba un pico. Nada es gratis, al menos para quienes apuestan y organizan estos eventos. Pocos saben cuándo le costó a las arcas municipales traer a Madonna al Estadio de la Cartuja en 2008. Tan sólo trascendieron los 3,5 millones con los que corría la promotora. ¿Se imaginan cuál fue la factura de seguridad y servicios para un macroevento de 50.000 personas? Al margen de esos gastos también suele haber un canon. Millonario. Mucho dinero que suena escandaloso pero revierte en la ciudad. Tiene un impacto y genera turismo y riqueza.
Todo cuesta. Salvo para los espectadores que en la Expo, seis meses de ensueño para Sevilla, se acostumbraron a la cultura del gratis total y ya perdieron la costumbre de pagar. Luego llegó la crisis y fueron las administraciones las que dejaron de echarse la mano a la cartera y había que estar loco para arriesgar y contratar artistas a sabiendas de que la taquilla sería más que insuficiente para cubrir gastos. Algunos hubo, como Francisco Bustamante, que vendió 300 entradas para el concierto de Café Quijano que reinauguró el Auditorio de la Cartuja en 2002. Tuvo que pedir permiso para regalar 3.000 y tapar el pinchazo y ni aun así llenó. Su perseverancia permitió el regreso de la música primero al desaparecido Palenque y luego al Rocío Jurado. Y no es el único.
Hoy existe una red de pequeñas salas gestionadas por otros valientes que apuestan con fatiga por la música en Sevilla, a la que apuntan hoy los reflectores y la que se beneficia de ese verdadero pelotazo. Lo es, aunque a muchos les suene a chino.
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