¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Sevilla/En la lista de comercios caídos por las jubilaciones, la ley de las nuevas rentas, la crisis económica de 2008 y la sanitaria provocada por la Covid-19 hay que anotar uno de los negocios de denominación más original del centro de la ciudad: Cuchillería Amable. Hay escaparates que se dicen muy sevillanos, como el hermosísimo de la Campana en menos que cante un gallo (del Carmen Doloroso), con sus tartas, sus dulces, sus torrijas y sus nazarenos con diferentes túnicas, o el del Siglo Sevillano con sus banderas oficiales y sus nazarenos; los de Alcaicería con sus capirotes, los de flamenca de Pepe Fernández en Francos (gloria de diseñador devoto de la Virgen del Rocío de Santiago), el de Pablo Retamero y Juanjo Bernal en el Cloë de Cuna, el de Raquel Terán en el Pasaje de Sierpes... Tantos y tantos escaparates cargaditos de la mejor sevillanía que componen con todo cariño y oficio el mejor anuncio de las fiestas de primavera. ¿Pero qué me dicen del escaparate que perdimos en la calle Santa María la Blanca, justo enfrente del pedazo de hotel Fernando III, clásico de Sevilla donde los haya, y muy próximo al Palacio de Altamira, donde habita el consejero andaluz Arturo Bernal, que es el amigo que siempre hay que tener en la pandilla para que te avise el primero de cuándo viene el paso de palio? En esa esquina hemos perdido definitivamente el escaparate de los cuchillos afilados. ¿Hay algo más sevillano que una cuchillería? De todos los tamaños había, oiga. De toda clase de hojas. Con todo tipo de mangos. Cuchillos bien afilados para cortar jamón y para las puñalás fraternas. Y ahora echamos de menos la simpatía etimológica de Amable, cómo nos dejaba el cuchillo la mar de afilado para que el cuñado cortara la paletilla de Navidul en las pascuas, la misma que tras el corte parsimonioso de las lonchas quedaba como la escalera del Corte Inglés de Duque.
Hemos perdido los cuchillos de Amable en la ciudad de las lenguas afiladas, la guasa, la mala leche y el dime y el direte. Una ciudad florentina como Sevilla no se puede permitir el lujo de perder una de sus escasas cuchillerías en pleno casco antiguo. Sevilla sin cuchillería es menos Sevilla. Podemos acudir a uno de esos establecimientos que arreglan los zapatos para que, además, nos pongan a punto el cuchillo para el queso Boffard que nos ha regalado el despacho de abogados en las pascuas. Pero eso de meter el cuchillo donde está el calzado no es buena idea aunque haya cierta asociación de materiales... y olores. El placer de acudir a una cuchillería lo hemos perdido. Pero no importa, ahora tenemos muchas tiendas franquiciadas de donuts tuneados y turrones de Alicante, que lo mismo van detrás que los ponen delante.
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