¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
Sevilla es, sin duda, una ciudad extraordinaria e incomparable. Cuenta con una historia fabulosa, un patrimonio arquitectónico impresionante, una cultura milenaria, un modo de vida excepcional y una primavera mágica. La ciudad es preciosa, encantadora, y sus gentes, abiertas y alegres, sofisticadas e irónicas, miran a la vida de tú a tú, sin tomársela muy en serio, pero disfrutando de todo lo que les ofrece. Su Semana Santa y su Feria de Abril, expresiones puras de tristeza y alegría (los dos sentimientos que según Spinoza mueven el mundo) atraen a centenares de miles de visitantes.
Quienes residimos en esta maravillosa ciudad sabemos por experiencia propia que aquí se vive muy bien. Sevilla lo tiene todo, pienso. Sin embargo, bajo esta inquebrantable convicción, desde hace algún tiempo me ronda la sospecha de que a Sevilla le falta futuro. Desconozco si somos muchos o pocos quienes compartimos este presentimiento.
Es innegable que la ciudad de Sevilla progresa, pero yo diría que muy despacio, como atrapada en una red que le impidiera desarrollar la inmensa potencialidad que tiene. Veamos tres indicios. En los últimos cuarenta años el número de habitantes de Sevilla ha permanecido estable, de ahí que recientemente Zaragoza le haya superado en población. El prometedor sector aeroespacial no acaba de despegar y, salvo el crecimiento del masificado turismo urbano, la ciudad carece de potentes sectores locomotora capaces de impulsar el sistema productivo autóctono hacia una economía moderna, equitativa y sostenible, innovadora, integrada globalmente, con alto valor añadido, y basada en la tecnología y el conocimiento.
Tras décadas de intentos honestos por resolver el problema, Sevilla sigue contando con seis de los quince barrios con menor renta per cápita de España, según el INE. Y esto es debido al escaso dinamismo de la ciudad en general. Demócrito dice que “por los asuntos de la ciudad es preciso tomarse un interés mayor que por todo lo demás”, pues si una ciudad se mueve, todo se mueve, y si se arruina, todo se arruina.
La Expo 92 y el AVE son los dos grandes proyectos de la reciente historia de Sevilla. Pero de esto hace ya más de treinta años. Desde entonces no ha habido, ni tampoco asoma en el horizonte, un proyecto comparable. Sevilla bebe hoy más bien en las fuentes del pasado (historia, tradición, fiestas, folklore, patrimonio cultural) que en las del futuro. En el presente, casi todo lo que nos enorgullece (desfile de Dior, rodaje de películas, Agencia Espacial Española, Gala de los Goya) ha sido decidido y adjudicado por otros, desde fuera. Nada que objetar a esto, pero es urgente promover un desarrollo endógeno basado en las decisiones y acciones de sus habitantes, e impulsado por una voluntad colectiva autóctona y auténtica.
Sevilla respeta su pasado y vive con suma intensidad el momento presente. Sin embargo, apenas se preocupa de su futuro. Vivir de espaldas al futuro, sin preguntarnos qué queremos ser y a dónde queremos llegar, sin ilusiones, esperanzas, proyectos y metas,
genera actitudes “presentistas” que merman nuestra energía vital. En mi opinión, tres factores inciden en el déficit de futuro que padece Sevilla. Primero, el legítimo orgullo que los sevillanos sienten por su ciudad, lo que a menudo adormece el sentido crítico e impide ver las cosas que podrían mejorar. Segundo, el peso de la historia y el valor otorgado a lo tradicional, que dificulta la adopción de soluciones creativas e innovadoras, imprescindibles en un mundo dominado por la novedad. Y tercero, la enorme desigualdad social, que, fracturando la comunidad en dos partes diferenciadas, con intereses y modos de vida muy distintos, impide la formación de los consensos colectivos necesarios para el desarrollo de la ciudad.
A Sevilla le falta futuro. Pero no porque sus recursos humanos, económicos, sociales, culturales, educativos o políticos sean escasos, sino quizás por todo lo contrario, porque debido a su abundancia la ciudad se ha conformado hasta ahora con lo que tiene. Le falta futuro porque no le hemos prestado la suficiente atención, algo que en el mundo cambiante de hoy es fundamental. Por ello propongo que el alcalde o alcaldesa que surja de estas elecciones impulse un Plan Estratégico de la Ciudad de Sevilla, un proceso democrático, igualitario, participativo y abierto en el que todas las sevillanas y sevillanos, y todas sus instituciones, configuren una visión compartida de la ciudad, con un diagnóstico de sus principales problemas y retos. Un proceso que también defina cuál ha de ser su misión, en qué ha de transformarse Sevilla para servir tanto al bienestar de sus ciudadanos, como al de los andaluces en general.
Ciudades como Londres, Nueva York, Singapur, Melbourne, Seattle o Seúl han implementado con éxito procesos participativos y abiertos de planificación urbana. Las ciencias sociales han demostrado los grandes beneficios que reporta una adecuada planificación estratégica a medio y largo plazo. En estos procesos, ciudadanos y agentes sociales e institucionales, han de colaborar hasta definir cuatro aspectos: los valores que regirán el destino de la ciudad, los problemas sociales a resolver, las metas que debemos conseguir, y las estrategias que necesitaremos implementar. Sevilla cuenta con el saber y con el poder suficientes para iniciar este gran proyecto estratégico de ciudad. Tan solo falta querer, esto es, activar la voluntad colectiva que lo haga posible.
Un plan estratégico conlleva mucha dedicación, tiempo y esfuerzo, pero creo que merece la pena tratar de darle un futuro a la ciudad de Sevilla. Otra opción, algo más cómoda, sería preguntarle al ChatGPT qué queremos ser y hacia dónde tenemos que caminar. A ver qué sale.
(*) Eduardo Bericat es catedrático de Sociología de la Universidad de Sevilla
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