Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
En la cola de la caja del supermercado de esa plaza del centro que es fea como el casco urbano de La Antilla, pero que tiene el sabor auténtico de la playa lepera, todos los que esperan son turistas, incluidos jóvenes con aspecto de beneficiados de un Erasmus prorrogado. Son las últimas horas del día. La única sevillana es la cajera, que cobra con parsimonia muchos productos de comida preparada y bebidas de alcohol de bajo coste. En el exterior, una guía explica con un megáfono la vida y obra de Pedro I El Cruel, a la vera de la escultura que preside la calle dedicada al monarca, a un grupo de tipos que parecen escapados de la cafetería de la Guerra de las Galaxias. Hay un comercio de comida marroquí abierto, pero sin público, a la espera quizás de clientes de madrugada necesitados de empapar los tragos largos. En los cajeros ya están los mendigos nuestros de cada día esperando la buena nueva de un Mañara que los recoja. Un turista pregunta por las setas, otro por La Carbonería, no falta el que busca la Casa de Pilatos, ni el que prefiere que Siri le guíe hasta la Catedral con el micrófono a toda potencia. La ciudad del calor es mostosa, destila pringue y parece engordar de forma repentina como un cuerpo humano.
Antes los veranos eran de soledad y chicharra. Ahora son de movimiento, mucho movimiento de turistas a todas horas. Dios mío qué solas se quedan las barriadas, como los muertos de Bécquer, y qué vivo está siempre el centro todos los meses de año. El centro se ha desestacionalizado, que diría el analista cursi de guardia. Pruebe a tomar un simple café o refresco a la hora tonta de las siete de la tarde y verá como todo son mesas preparadas para las cenas. Sencillamente no le servirán. Ahora en Sevilla se puede usted tomar un Aperol Spritz como si estuviera en el Trastevere, pero con olor a caca de caballo. Hasta el cóctel de origen austriaco hemos importado. Nos cabe todo. Que rápido nos entregamos al de fuera, arrodillados como un Boabdil ante el rey turista.
Menos mal que hay un restaurante del centro, muy próximo a la Plaza Nueva, donde no permiten la entrada en camiseta de tiranta. Ese hostelero ha hecho de su negocio una suerte de aldea irreductible de los galos contra la invasión del mal gusto. Ha tenido que preparar polos para que los clientes que los acepten cubran las pelambreras y puedan pasar al comedor. Muerte a la Cruzcampo, todos a beber Aperol. Siri se apunta. Siempre se apunta. Ella es la reina.
También te puede interesar