La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
En la Divina Comedia y en boca de Ulises, Dante Alighieri ubicaba Sevilla en el fin del mundo al calificarla de cercana a las columnas de Hércules: "Quando venimmo a quella foche stretta/ dov' Ercule segnó li suoi riguardi/ acció che l'uomo piú oltre non si metta/... dal la man destra mi lasciai Siblilia,/ dal altra giá m'avea lasciata Setta"... (Cuando llegamos a aquella hoya estrecha donde Hércules plantó sus señales para el hombre no se adentre más allá... A mano derecha me había dejado Sevilla, a la otra dejé Ceuta...). Tres siglos después, en el XVI, era el punto desde el que se rompía aquel non plus ultra. El viaje de Magallanes y Elcano cumplió muchas etapas pero Sevilla no sólo estuvo en la primera y en la última: fue la conditio sine qua non del viaje. El marino había ido de aquí para allá intentando convencer a unos y otros de que su idea era una empresa trascendental y que, al mismo tiempo, podía reportar ganancias a sus inversores, lo que, en otro tiempo, llevaban a cabo Génova o Venecia. Ahora sólo encontró respuesta en el cahíz de tierra que iba de la Puerta Osario a la de Goles y desde la de la Macarena a la de Jerez. Sevilla se había convertido en una ciudad émula de aquellas, en un hervidero de ideas y realizaciones de las que quedan muestras que "cuentan" -en el género narrativo en el que lo hacen los monumentos- lo que sucedía.
Glosan el brillo del Senatus Populusque Hispalensis las piedras del Ayuntamiento, los restos de San Jerónimo de Buenavista, el Hospital de las Cinco Llagas, el Palacio de las Dueñas, la Casa de Pilatos o la de los Mañara, lo que queda de la Huerta de Colón, del huerto del médico Monardes, de la Almona y los talleres de cerámica en Triana y los de fundición de San Bernardo; el patio de crucero de la Casa de la Contratación y el Salón del Almirante con los retratos de cuantos desde aquí encaraban la Mar Océana bajo el manto de la Virgen de los Mareantes, el Convento de Madre de Dios o el de los Remedios, los nombres de las antiguas calles de Alemanes, Francos, Placentines, Catalanes, Vizcaínos, Castellanos o Genoveses, los maravillosos sepulcros italianos de los Ribera... y, sobre todo, la imagen, repetida en cien estampas, de aquella urbe Caput mundi donde imperaba el humanismo renacentista y el Elogio de la Locura, de Erasmo de Roterdam, era un best-seller.
Ni esta ciudad -la de hoy- puede ser una cuenta más en el rosario de las "ciudades magallánicas", ni aquella tenía nada que ver -aún- con la del barroco miedoso del ocaso posterior. Su papel en aquella empresa y en aquel mundo lo pregonaron los versos que campeaban sobre la Puerta Real de entonces, la de la Macarena, donde los reyes, antes de traspasar la muralla, juraban los fueros de la urbe. Allí, tras la vuelta de Elcano, el Emperador Carlos V al llegar para casarse pudo leer: "Extremo serás del mundo, Sevilla/ pues en ti vemos/ juntarse los dos extremos". Fue una pena que, en los avatares de la decadencia, la inscripción se perdiera.
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