La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
Cuando en 1983 Manuel del Valle llegó al caserón de la Plaza Nueva para hacerse cargo de la Alcaldía eran escasos los sevillanos que habían oído hablar de la Cartuja -era como mucho una marca de vajillas- y pocos, muy pocos, los que habían puesto un pie allí. El río, la dársena del Guadalquivir, terminaba poco más arriba del puente de Triana y la ciudad estaba sitiada por un cordón de vías de ferrocarril que ahogaban su crecimiento. La única circunvalación posible era lo que hoy llamamos ronda histórica y un tramo de la calle Torneo, el que va hasta la Resolana, que estaba flanqueado por un muro que ocultaba de la vista las vías del tren y de todo lo que había más allá. En la Plaza de Armas había un casi permanente embotellamiento formado por los cientos de coches que ya entonces iban y veían desde el Aljarafe y que el viario de la ciudad era incapaz de absorber.
Era la Sevilla que sólo unos pocos años antes había salido de la dictadura franquista -que siempre miró para el norte- y a la que no se ponía una mano encima desde la Exposición de 1929. La Sevilla que había asistido indiferente a la destrucción de su casco histórico a manos de la especulación más grosera y que, como ahora, albergaba el horror de tener algunos de los barrios más pobres de España con bolsas de marginación en la que la Policía no se atrevía a entrar. La ciudad que se permitía el lujo de tener a pocos cientos de metros del Ayuntamiento, en la Alameda de Hércules, un núcleo de droga, prostitución y violencia que podía competir con los barrios más sórdidos del Nueva York de la época.
Cuando en 1991, después de dos mandatos, Manolo del Valle abandonó el Ayuntamiento por los enfrentamientos internos en su partido y por una decisión de Alfonso Guerra, Sevilla era básicamente la que conocemos hoy y que se rompe por sus costuras, porque desde entonces, desde la celebración de la Expo, tampoco se le ha puesto una mano encima. El Plan General de Ordenación Urbana que logró sacar adelante a finales de 1987 dibujó una ciudad nueva que cortaba las barreras que impedían su expansión. De paso, se cargó, en su decisión más inexplicable y menos explicada, el primer proyecto de Metro que tuvo abiertas en canal durante años zonas emblemáticas como la Plaza Nueva o la Puerta de Jerez. Puso a Sevilla en estado de obras, como se decía entonces, y aprovechó las cuantiosas inversiones de la Expo para darle la vuelta a una ciudad durmiente y agonizante. Lo hizo siempre en tono bajo, como era su personalidad, atrincherando tras una timidez enfermiza y, como le dijo en una entrevista al recordado Juan Teba, sin haber tenido que bailar nunca una sevillana.
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