La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
la tribuna
LA sentencia del Tribunal Supremo que absuelve a un grupo neonazi (ha publicado diversos libros en los que defiende y difunde esta ideología extremista) deja al lector de la misma muy confuso, por emplear un término suave. No es la primera vez que los pronunciamientos de los jueces sorprenden, bien sea por el original enfoque de la sentencia o porque aspectos esenciales del asunto son subordinados a otros más circunstanciales. Pero esta contiene un germen de permisividad y de disolución social que tenemos el deber de denunciar.
Según el Supremo, la difusión de la ideología nazi no supone una incitación a la violencia ni busca crear un clima de opinión o de sentimientos que empujen a cometer actos concretos de discriminación, odio y violencia. ¿Ah, no? ¿Cómo se puede afirmar tal cosa? Me imagino que recurriendo a la técnica de la deconstrucción, que tantas maravillas ha producido en la cocina moderna. Igual que se pueden separar los colores, los olores y los sabores de los productos que los originan, del mismo modo se pueden disociar los efectos de los textos, las consecuencias de sus contenidos. Pues no es así. El principio democrático de la libertad de expresión no exime de su responsabilidad por lo que dicen a los que se pronuncian o escriben, ni da una patente de corso para que ideas genocidas puedan circular con total impunidad en nuestra sociedad.
Otro argumento peregrino es el que sostiene la inocuidad de las publicaciones porque los propios autores de los textos no han llevado a cabo una gran difusión de los mismos. Vamos, que los publicaban para ellos solitos. Yo más bien creo que estaban tan callados porque sabían las consecuencias que se podrían derivar de su publicación, y no por querer limitar los efectos disolventes de lo que escribían. Es gordo el tema, porque se aplica el razonamiento al revés. Ahora, con la sentencia absolutoria, no tendrán por qué tener restricciones en la distribución y venta de tan "neutro" producto. Y además introduce una nueva categoría. Viene a decirse que lo que se pueda publicar o no puede depender, en buena medida, de la difusión que se alcance: si los textos son de pequeña tirada y de escasa difusión, entonces podrán contener ideas nocivas y dañinas para toda la sociedad; aquellos otros cuya ideología esté más aceptada y se enmarque en el marco legal pueden circular sin restricciones, como el aire, y con total libertad, como el sol cuando amanece.
Después de cerca de cuarenta años de dictadura, en la que no se podía publicar lo que se quisiera, sino lo que autorizaban los jerarcas del régimen, se ha pasado a un extremo en el que cualquiera pueda decir lo que le dé la gana, porque "todas las opiniones son respetables". Tal vez asumir este dicho haya sido la penitencia a cumplir por las restricciones de la época de Franco. Pero alguna vez habrá que levantarse contra él. No es verdad que todas las opiniones sean respetables. Algunas son directamente sandeces, y otras muy dañinas, como la que nos ocupa. No es respetable en absoluto la idea de que, por no se sabe qué peregrina fundamentación religiosa, las niñas deben sufrir la ablación del clítoris, ni la de que la mujer es un ser inferior, o de que los derechos humanos se pueden negar a pueblos enteros, o, siempre lo mismo, unos seres son superiores a otros porque yo lo digo, y el que lo dice, claro, cae del lado del pueblo o grupo humano que se declara superior. ¿Es esto respetable? Pienso como Aristóteles, que decía que quien discute sobre si se puede matar a la propia madre no merece argumentos sino azotes.
Epaminondas dijo que todos los cretenses eran mentirosos. Pero él era cretense, luego mintió. Más, si mintió, entonces decía la verdad. Pero, si decía la verdad, Epaminondas llevaba razón y mentía, etc. Algo así pasa cuando se defiende que la libertad de expresión debe amparar a las publicaciones que sostienen el principio de que tal libertad no debe existir. Todos tienen derecho a jugar al ajedrez. ¿También los que han confesado que si los dejan lo primero que harán será darle una patada al tablero y arrojar las piezas lejos de sí? Cualquier principio de la democracia no puede ser cándido o indiferente, ni se puede plantear como si diese lo mismo que se cumpla o no. La democracia no sólo es un modelo representativo que se compromete a seguir ciertas reglas, sino que además lo hace porque defiende una determinada manera de entender la vida y las relaciones entre los seres humanos. Todo no da igual.
A ver si guardamos las formas. Decía Pérez Galdós, en Los Ayacuchos: "No debemos despreciar, tratándose de política, las formas, amigo mío, las socorridas formas, necesarias en este arte más quizás que en ningún otro; formas pido a los hombres en lo que escriben, en lo que decretan, en lo que hacen; formas en el trato político, como en el trato social, y sin formas las ideas más bellas y fecundas resultan enormes tonterías".
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