Sefarad

Como los descendientes de los moriscos, los judíos ibéricos de la diáspora eran y son nuestros hermanos

27 de febrero 2018 - 02:32

Luego de siglos de olvido, la vinculación emocional con el legado de la cultura judeoespañola empezó a manifestarse a mediados del XIX y recibió un impulso decisivo tras el sorprendente descubrimiento, fruto del contacto con los marroquíes durante las guerras de África, de que los descendientes de los judíos expulsados seguían utilizando una forma arcaica del castellano que se había transmitido oralmente junto con la nostalgia de la tierra originaria. La memoria de Sefarad, el hermoso y discutido nombre bíblico de la península, continuaba viva entre los herederos de aquellos españoles -y portugueses- a los que no se les dejó otro patrimonio que la lengua, conservada de generación en generación como el más preciado de los bienes. La reciente fundación de la Academia Nasionala del Ladino, que incorpora a cientos de miles de hablantes a la gran familia hispánica, tiene la fuerza simbólica de un anhelado reencuentro.

Apoyada entre otros por Cansinos, que glosó su figura en términos conmovedores, la campaña del doctor Pulido reactivó el filosefardismo a comienzos del siglo XX, en un doble sentido divulgativo de la supervivencia de la tradición hispano-hebrea, apenas conocida fuera de los círculos de eruditos e historiadores, y reivindicador de la nacionalidad para los miembros de las comunidades en el exilio: "españoles sin patria" que vivían apegados a sus raíces a todo lo largo de la cuenca mediterránea, con especial presencia en ciudades como Rodas, Salónica, Esmirna o Constantinopla. Del mismo modo que los descendientes de los moriscos que aún se dicen andalusíes, esos judíos ibéricos de la diáspora eran y son nuestros hermanos.

Su lengua, el ladino, no es otra que el español, influido por el hebreo de los libros sagrados y por el léxico de las naciones -desde el Magreb a Egipto, desde Italia a Grecia, los Balcanes y Anatolia- que acogieron a los desterrados. Algo podemos apreciar de la "música del habla" que caracteriza a su variante occidental, la haquetía, en la maravillosa novela de Ángel Vázquez, La vida perra de Juanita Narboni, pero es el judeoespañol del Próximo Oriente, más alejado de la matriz del idioma, el que ha impresionado a los estudiosos por su preservación de la fonética del castellano medieval. Se trata de una especie de fósil viviente, milagrosamente conservado, que nos permite escuchar las consejas, las nanas o las canciones de enamorados tal como sonaban hace más de quinientos años, cuando quienes las habían aprendido de sus mayores y se las enseñaron a sus hijos -que las siguen cantando en muchos lugares del mundo- fueron obligados a abandonar una tierra que no ha dejado de ser la suya.

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