La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Hace unos años hice el Camino Primitivo, de Oviedo a Santiago, peregrinando con unos amigos. Es el Camino más antiguo, el que siguió el Alfonso II el Casto, rey de Asturias, en el primer tercio del siglo IX tras el descubrimiento de la tumba del apóstol en Compostela. Un camino duro, montañoso, agreste, precioso. En una de las jornadas, andando por un bosque, vimos una indicación hacia el Monasterio de Santa María la Real de Obona. Pero ni el tiempo, escaso, ni las fuerzas, más menguadas aún, nos permitieron el desvío y la visita a ese monasterio quedó, como tantas otras cosas, en la lista de lo que a uno le gustaría hacer algún día, cuando pueda (o sea, casi siempre, nunca).
Pasado un tiempo, sin embargo, me acordé de esa indicación. Estaba en Asturias, en el inicio del proceso de enseñarles España poco a poco a mis hijos, porque por algún sitio hay que empezar (ya saben, “Asturias es España, lo demás tierra conquistada”). Camino de Tineo, nos desviamos para conocer, por fin, Santa María la Real de Obona.
La parroquia de Obona tiene poco más de doscientos habitantes. La aldea en sí, menos de cien. En una ladera de la montaña, bajo el perenne orvallo y vigilado por senequistas vacas siempre tumbadas que observan al visitante desde su irónica superioridad, conscientes de saber más que el recién llegado, se levanta este monasterio. Llegamos en hora diurna, aunque la luz solar allí tiende a ser tímida aun en sus mejores días. Quien se acerque tras anochecer tendrá fácil acordarse del Monte de las Ánimas de Bécquer, si pertenece a una generación en que leer aún no era una actividad extraña.
Santa María la Real de Obona fue un importante centro benedictino en el siglo XII (para los que tengan dificultades, traduzco: hace unos novecientos años, la suma de los cumplidos por Joaquín y Navas y unos pocos más). Levantado presumiblemente donde ya antes, desde el siglo VIII, había habido una capilla en los tiempos de Aldegaster (no, este señor no jugaba al fútbol ni era gamer, era el hijo de Silo, rey astur, un poco anterior a la invención el teléfono móvil). Iglesia de estilo cisterciense del XIII, un Crucificado románico, un retablo barroco. En los documentos del monasterio se halla la primera referencia escrita a la sidra, que los campesinos podían pagar en vez de impuestos y que los monjes ofrecían a los peregrinos que en la ruta jacobea necesariamente pasaban por allí. Un claustro que sugiere reminiscencias toscanas, inacabado. Una fuente de agua buena que dio nombre al monasterio y que disfrutaba Benito Feijóo, fraile que escribió en 1726 su Defensa de mujeres. ¡Un hombre, y fraile, feminista antes que Zapatero, horror!
Monasterio abandonado y abierto, iglesia cerrada. El visitante, infrecuente, deambula entre matojos, acompañado de soledad, siglos y sombras de reyes, rumiando la desgracia de un gran país que desprecia cuanto ignora, permite la ruina de sus glorias y abandona sus raíces en pos de una cerveza, de una paga, de nada.
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