La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
TENGO muy claro en qué momento nació mi vocación por las letras. Fue en los años de la niñez, durante la Transición, ante una televisión en blanco y negro donde, todos los sábados, asomaba un hombre verborreico y de sonrisa mefistofélica que hacía entrevistas a escritores. Ese programa se llamaba (creo recordar) Biblioteca Nacional y el periodista era Fernando Sánchez Dragó. Lo curioso es que aquel párvulo, que ya estaba dando muestras de ser un pésimo estudiante, nunca había leído un libro ni tenía la menor intención de hacerlo. Su consumo cultural se componía principalmente de tebeos bélicos y algunas aventuras ilustradas de Julio Verne. Pero, sin embargo, se quedaba como el conejo ante la serpiente con aquel hombre y sus preguntas racimo. En especial, recuerdo una fascinante entrevista que le hizo a Ernesto Giménez Caballero, el gran surrealista español y showman de las vanguardias que llegó a proponer un matrimonio entre Hitler y Pilar Primo de Rivera para reeditar el imperio hispano-alemán del César Carlos. GC fue uno de los grandes locos de la cultura española que espantaba a todos con sus ocurrencias, pero también fue un genio que merece mucho más de lo que la posteridad le ha deparado. Tengo para mí que, salvando el tiempo y con todos los matices, Sánchez Dragó es el heredero natural de Giménez Caballero en nuestra época. Sus continuas boutades, su gusto por epatar a la muy ñoña (y moña) progresía, su desmesura polifrásica o sus proclamas de gurú orientalista lo han convertido en una especie de Caballo Loco de la batalla cultural, en un personaje que oculta tras una abigarrada gestualización la realidad de que es uno de los polemistas españoles más interesantes y valientes de los últimos tiempos.
Como prueba principal de lo dicho destacaré la monumental Gargoris y Habidis, su polémica historia mágica de España que descubrió a los aborígenes de Hispania otra manera de mirar el alma de la patria. Y como sé que saldrá algún Padre Feijoo que pondrá de relieve sus errores y discutibles teorías, diré que este libro –auténtico fenómeno editorial en su momento– hay que leerlo como la Biblia. Es decir, no como un ensayo histórico, sino como una mezcla de narración mítica y camino de conversión y salvación ibérica.
No daré el cerrojazo al artículo sin destacar la enorme labor como periodista cultural de Fernando Sánchez Dragó. Lo suficientemente brillante como para encandilar a aquel zopenco preautonómico embrutecido por el Sargento Tigre. El escritor ha sido y es uno de los entrevistadores más libres, atrevidos, cultos, leídos, divertidos, salvajes y desprejuiciados de la televisión española. Sirvan estas líneas como telegrama de felicitación demorado por el merecidísimo Premio Castilla y León de las Letras.
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