La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Calle Rioja
Crítica de la crítica crítica era el subtítulo de ‘La Sagrada Familia’, la obra que Marx y Engels escribieron contra la concepción idealista de la historia de los jóvenes hegelianos. Así aparece Ricardo Suárez (Sevilla, 1969), un crítico de los críticos críticos que zarandea lugares comunes y nombres propios. Nadie está a salvo de su mordacidad, no deja títere con cabeza. En la esquina de Entrecárceles con Álvarez Quintero (que eran dos, como Marx y Engels) ayer se encendieron las luces de Vanidad.
‘Vanidades’ es el título de una exposición tradicional y rompedora, vanguardista y fetén, con Sema D’Acosta como comisario. La Sala Velázquez parecía un vagón de Metro en hora punta. La muestra tenía todas las trazas de acontecimiento social, cultural y por ende político. Nada es igual cuando lo pinta, cuando lo interpreta Ricardo Suárez. Con él hay un siempre y un nunca, un antes y un después. Los octubres de Ricardo Suárez. El 20 de octubre de 2014 inauguró exposición en Villasís. Cuatro alcaldes después (en la sala se vio a Antonio Muñoz acompañado por Juan Carlos Cabrera), vuelve con un tono bien diferente “sin abandonar su estilo y la poética de su lenguaje”, en palabras de Sema D’Acosta.
Con textos de Ignacio Camacho y Antonio Rivero Taravillo, esta vez presenta un trabajo completamente inédito que podría titularse las ganancias de las pérdidas. Una energía asumida por su orfandad, por el ‘tempo’ de los años de pandemia que le permitieron renovar su mirada de la ciudad, la que fue capital del mundo y ahora, con palabras de D’Acosta, “se proyecta al futuro sin saber bien a qué aferrarse”.
“Amo a Sevilla porque no me gusta”. Fueron sus primeras palabras. “Es joseantoniano”, apostilla entre el público Juan María del Pino. Ciertamente, pero no de José Antonio Primo de Rivera, sino de José Antonio Suárez, el padre del pintor, que trajo hasta el sur las covadongas del norte. Hijo de José Antonio y de Dolores, “a los que debo lo que he sido, lo que soy y lo que seré”.
El guardián entre el incienso. Es inevitable traer aquí el título de uno de los capítulos de la ‘Sevilla ingrávida’ de Juan Miguel Vega, pregonero del 24, porque en Ricardo Suárez se fusionan la salvaguarda de lo auténtico con el ojo avizor a lo nuevo incipiente. Como Salinger, por completar el préstamo literario, salvo las monjas casi nadie se salva de sus dicterios. Ese paisanaje de su forgiana Celtiberia sevillana está presente en el descacharrante callejero presentado como si fuera una tienda del barrio de Santa Cruz o Hernando Colón: Esquina del Mediocre, Barrio del Mangazo, Calle del Vaina, Calle del Agradaor, Calle de la Ojana, Calle del Chufla, Calle del Cobarde. Pedro Robles, vecino de Álvarez Quintero, la calle donde pasó sus últimos años Ramón Carande, le hace una foto al azulejo que reza “Sevilla no se Vende”, que recuerda el Se Vende que en Francos corona el edificio cerrado de Nueva Ciudad.
La primera en la frente. Un sínodo de obispos jamoneros, diócesis de Jabugo, un punto volteriano en este sevillano que reivindica a Mañara y a Pablo de Olavide. Los gestores de esas Sevillas imposibles que se eterniza en metros, atarazanas y ciudades de la justicia.
Había tanta gente que era complicado apreciar la obra. Fue fundamental la aportación de los camareros. El refrigerio trasladó al personal a la zona del agasape (Pepe Guzmán dixit) y quedaron expeditas las obras. Los fusilamientos del 2 de mayo al símbolo que la ciudad acuñó en tributo al rey del 30 de mayo; las torres (del Oro, Giralda, Torre Sevilla) en la nebulosa Suárez que en días de calima se aprecia desde su Diana Cazadora; el oficioso cartel de fiestas primaverales formado por indicios de caseta de Feria, “la más hermosa de las mentiras”, y capirotes verticales y horizontales, éstos preparados para la sesión de embestidura.
Collages del Pali (tributo a la foto que le hizo Atín Aya) y de Curro Romero en las Altamiras de una historia que siempre es prehistórica con las redes sociales, también objeto de su catilinaria, especialmente para aquellos que se esconden en el anonimato con el “gatillo fácil”. No es una obra para hacer amigos, sí para despertar interés por la capacidad transformadora de la pintura. En la Sala Velázquez, cuatro siglos y un año después de su marcha a Madrid, a la Corte de Felipe IV.
Desde su azotea balompédica, ni Betis ni Sevilla. En diversos lugares aparece el escudo del legendario Calavera, guiño a Valdés Leal en otro de los rincones de su callejero: Sic Transit Gloria Hispalis. El pintor mencionó en su breve pero hermosa intervención a los dos patriarcas presentes: Luis Navarro García, americanista, sabio en virreyes, y José Luis Mauri, uno de los artistas de su cuadrilla de pintores macarenos. Está el cartel del Cristo de la Corona, una docena de cruces que se ven, casi se leen, como desagravio a los salvajes que destrozaron la de santa Marta. Hay hasta un cartel de la Feria 2030, donde la ciudad se llama Seville, ecos de la caseta de La Francesita. Un cartel con aires de fotograma de Jacques Tati para el año del Mundial que organizará la Fundación Tres Culturas.
El comisario de la muestra aprecia un salto cualitativo: del estilo directo, que entroncaba con la tradición ‘plenairista’ de Joaquín Sáenz y Carmen Laffón “ahora su mirada se adentra en aquello que no vemos”. Hablaron tres hombres: Antonio Pulido, el anfitrión, el comisario y el pintor. Valga sin alardes de cuota ni calle del Vaina esta alineación de once mujeres que asistieron al evento, once artistas: Bárbara Rosillo, Teresa Lafita, Sol Guzmán, Alessandra del Bene, Nuria Barrera, Reyes de la Lastra, Belleda López Montero, Reyes Morales, Beatriz Galiano, Pilar Fuertes, Carmen Carmona. Decía Helenio Herrera que con diez se jugaba mejor que con once, pero eso era antes. Herrera el Viejo, enterrado en Venecia, una de las Sevillas de Ricardo. La exposición puede verse hasta el 25 de noviembre.
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