¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Este año los Reyes llegaron por la vía aérea, como el propio virus que pretendían conjurar, siendo lo cierto que Sus Majestades, al ser mágicas, también podrían haber venido submarinos, Guadalquivir arriba, procedentes de los graves y misteriosos arenales que lindan con el Mediterráneo, trayendo en sus profundos sacos no sabemos qué presentes modernos, hijos de la electricidad y la urgencia, para la infancia de hogaño. Por Mateo sabemos, por otra parte, que los Sabios del Oriente dejaron en Belén oro, incienso y mirra, sin que conociera, hasta mucho después, cuál era su número y su procedencia. Asunto éste que aún hoy duerme, por los siglos de los siglos, en una tiniebla mágica e iridiscente.
Es Mateo también quien nos informa de que los Sabios eludieron la maldad de Herodes tras ser advertidos en un sueño (bien sabía Freud lo que hacía cuando estableció su negociado en esta ínsula vasta e inaprehensible). Lo que no se dice en los Evangelios es cuál era su poder y su magia: si eran herederos de la magia irania de Zoroastro, si eran discípulos del Hermes Trimegisto egipcio, o si su sabiduría era de otro orden y con otras intenciones, acaso nacida donde nace el sol, en la extremadura última del orbe. Sí es fácil entender que, fueran quienes fuesen, los Magos del Oriente querían rendir sus galas ante la desnuda inocencia de los hombres. Y es ahí, probablemente, donde radica su proximidad a nosotros. Un nosotros que dura (el amistoso hallazgo y la vindicación de los Magos) algo menos de un milenio, y cuya eficacia vive tanto en los dones que el mundo nos ofrece, de modo misterioso, como en la revelación de una idea que sólo el XVIII llevaría a sus últimas consecuencias políticas: la idea de Humanidad y la radical semejanza de los hombres. Eso es lo que se escenifica en Belén, con los Magos postrándose ante un frágil, ante un nuevo y aterido señor del cosmos, que revoca la vieja civilidad romana.
Pero, sobre todo, los Magos del Oriente implican una generosidad atropellada y libérrima que nos permite esperar lo inesperado, bajo ese doble heraldo de lo oriental y lo mágico, y llevados de una estrella errabunda. Este año pasado han muerto miles españoles, hijos de una España tenaz y escasa, cuya infancia conoció -si los conoció- unos Magos mucho más modestos que los nuestros. A todos ellos les debemos, sin embargo, una triple y fenomenal ofrenda: la democracia, la prosperidad y la paz. No es poco tesoro el que hoy, desdeñosamente, inmerecidamente, gozamos.
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