La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
la tribuna
DESDE hace ya algunos años, la política educativa de la Junta de Andalucía se rige en lo fundamental por la aplicación de doctrinas y estrategias auspiciadas por los organismos de gobierno mundial -la OCDE, el FMI y la Comisión Europea- e inspiradas en las que en su tiempo adoptó la inolvidable Margaret Thatcher. Esta política reconceptualiza el sentido de la educación, volviendo al viejo paradigma del capital humano y a los, en otro tiempo denostados, planteamientos tecnocráticos. Se trata de un giro que en otras ocasiones he denominado de la reforma pedagógica a la gestión empresarial de la escuela, y que ha supuesto un notable distanciamiento del pensamiento pedagógico socialista y de la concepción progresista de la educación.
Uno de sus aspectos más emblemáticos es la relevancia casi exclusiva que se atribuye a los resultados escolares. Las calificaciones que obtienen los alumnos en las innumerables pruebas y exámenes a las que son sometidos a lo largo del curso constituyen el referente fundamental, cuando no exclusivo, de lo bueno y de lo malo. Si aquéllas son satisfactorias, las cosas van bien. De esta manera, la actuación de las diversas instancias de la Administración, empezando por la Agencia de Evaluación, inspectores, directores, personal de apoyo y docentes, tiene como objetivo la consecución de buenas calificaciones, es decir, de buenos resultados escolares.
Desde luego, no puede negarse que los resultados escolares constituyen un indicador, más o menos concluyente, del grado de aprendizaje alcanzado por los alumnos y, en definitiva, de la bondad del funcionamiento del sistema educativo. Sin embargo, la centralidad que se le atribuye tiene en la práctica efectos no deseados y, contra lo que pudiera parecer, no siempre contribuye a la mejora de la educación.
Dejando ahora al margen el hecho incuestionable de que los resultados no dependen sólo de lo que hace el sistema educativo, el problema se produce cuando los indicadores -como las calificaciones que obtienen los alumnos- se convierten en objetivos. Como ocurre en otros campos de la vida social, un indicador transformado en objetivo deja de ser un buen indicador. Con esa estrategia es posible que mejoren las estadísticas, pero no sabemos si realmente los alumnos aprenden, es decir, si adquieren más y mejor formación. Ocurre así porque la obsesión por la medición y la consecución de unos valores estadísticos acaba modificando el sentido de los datos y perturbando el proceso de enseñanza y aprendizaje. La política de alcanzar objetivos ofreciendo incentivos económicos y de otro tipo a centros y profesores en función de los resultados de los alumnos, o la de la disimulada presión que desde diversas instancias se ejerce sobre los docentes para que mejoren las calificaciones de los escolares, induce, más tarde o más temprano, a producir una imagen distorsionada de la realidad.
Si, por ejemplo, se propone mejorar los resultados de las Pruebas de Diagnóstico en un centro escolar y de ello van a depender los ingresos que reciba dicho centro, siendo así que las pruebas son corregidas por el propio centro, es lógico que, ante semejante envite, los resultados acaben -digamos- mejorando. Lo que no sabemos es si realmente el indicador es fiable, es decir, si realmente ha mejorado la formación de los alumnos. Algo parecido puede decirse respecto a las evaluaciones curriculares: si la rendición de cuentas de centros y profesores se basa fundamentalmente en las calificaciones de los alumnos, y de ello depende la valoración del trabajo realizado, se induce a subir al alza las notas. No es un asunto, como a veces se ha dicho, que tenga que ver con la profesionalidad, sino con la necesidad.
Los resultados escolares son referencias necesarias y tienen su utilidad, pero, salvo que se consideren un fin absoluto, si se transforman en objetivos, además de perder su valor indicativo, pueden acabar convirtiéndose en un obstáculo para la mejora real de la educación; pues, como decía, no se trata sólo de que estemos ante una estrategia técnicamente discutible, sino que con su aplicación perturba notablemente el proceso de transmisión y adquisición de conocimientos. Como viene ocurriendo ya en muchos casos, la centralidad de los resultados transforma la enseñanza en mera preparación para los exámenes y a los centros escolares en una especie de autoescuelas, desnaturalizándose de esta forma el sentido de la educación.
Aun haciéndonos cargo del poder mediático de los resultados escolares y de la influencia de los modelos tecnocráticos de gestión, es necesario analizar seriamente cuáles son las consecuencias reales de estas políticas educativas, en vez de asumir acríticamente cualquier estrategia. Ahora que se alaba tanto la excelencia de la evaluación, sería bueno que los políticos evaluaran con rigor y sin sectarismo cuáles son los efectos prácticos de sus decisiones. Desde luego, la sinceridad de esa reflexión requiere como punto de partida asumir que los que discrepan no lo hacen de mala fe y que también pueden tener razón.
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