La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
La tribuna
LA conservación del medio ambiente no puede ser la mera expresión de lo políticamente correcto. Se trata de un deber constitucional inexcusable contenido en las normas fundamentales de los estados, al igual que un compromiso global suscrito por éstos en varias declaraciones internacionales. Y más aún, estamos hablando de una obligación moral para con las generaciones futuras.
Esta última dimensión no es algo secundario o puramente retórico; complementa a un derecho que la propia sociedad ha elevado al grado de fundamental, al margen de las dificultades reales para hacerlo efectivo ante los tribunales. Los ciudadanos del presente debemos asumir, pues, nuestra cuota de responsabilidad para garantizar a quienes nos sucedan una ciudadanía plena con los mismos derechos y libertades que estamos en condiciones de disfrutar en la actualidad.
Obviamente el cumplimiento de este otro "contrato social" depende mucho de que el poder político y quienes lo ejercen en cada momento y escenario institucional se convenzan de que la deuda que hemos contraído con esas generaciones no es superflua ni en lo moral ni en lo jurídico. Al contrario, desde valores esenciales en una democracia como la dignidad humana y el desarrollo de la personalidad, se tendría que proyectar sobre las políticas y las leyes, al igual que debería regir el instante en que éstas se aplican por los jueces y tribunales.
Pero justamente encontramos en nuestra comunidad algunos ejemplos recientes de notoria irresponsabilidad con la protección del medio ambiente. No veo otra adjetivación para calificar una de las últimas sentencias dictada por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía en el ya "culebrón judicial" del caso Algarrobico. Creo que nadie podrá entender que la independencia judicial se pueda usar impunemente para promocionar la inseguridad jurídica y eludir, de manera flagrante, la obligación constitucional que incumbe igualmente a los jueces de respetar el mandato del artículo 45 de la Constitución.
Conviene no olvidar tampoco que esa irresponsabilidad, para las presentes y las generaciones venideras, está arraigada incluso en una parte de nuestra propia sociedad. En buena parte de Andalucía se puede reconocer un paisaje de olivos, casi perfecto en su delineación y estética. Resulta atractivo sin duda para el observador foráneo esa postal que se superpone a la imagen estereotipada de Andalucía. Y, sin embargo, no se dice nada del calibre grueso de la degradación y contaminación de los suelos, o del destrozo en la fauna que está ocasionando el uso de pesticidas o plaguicidas. A los productores, por lógica, sólo les interesa la ganancia y muy poco o nada las consecuencias negativas -probablemente catastróficas- de una forma de cultivo antiecológico, incontrolada conscientemente por la administración "competente".
Doble ejercicio de irresponsabilidad, social e institucional, al que no se ha puesto límite aún. Sería conveniente alertar -y convencer de una vez por todas- al vigilante del vigilante, es decir, a la Unión Europea, de que las subvenciones al aceite deberían estar condicionadas, o moduladas al menos, por unas prácticas ambientalmente apropiadas del olivar. Si no por los nefastos resultados en otros recursos naturales, sí por lo que pueden suponer de efecto perjudicial para la salud de las personas.
Pero el problema no queda aquí. Decíamos que las generaciones futuras tienen derecho a un medio ambiente adecuado, y no estoy seguro de que vayamos por ese camino, cuando Andalucía vuelve a ser una tierra abierta a la explotación minera. Después de un siglo de oro para el ladrillo y el urbanismo irracional, carentes de vigilancia por los poderes públicos de cualquier signo político, todo parece anunciar que entramos posiblemente en una edad dorada también para la minería. Hasta ahora se está enfocando el asunto como un problema de competencias entre el Estado central y la Junta de Andalucía. No se dice nada, ni los andaluces sabemos en este momento, sobre qué efectos va a producir, entre otras, la próxima explotación de las desgraciadamente conocidas minas de Aznalcóllar; o la reapertura de las de Alquife, asociadas al imaginario de aquella polución de la ciudad de Almería en el recuerdo de otras generaciones. Cierto que están en vigor hoy directivas y leyes para prevenir con los daños ecológicos y sancionar la irresponsabilidad ambiental.
El presente nos ofrece demasiados ejemplos para no estar tranquilos como ciudadanos de a pie, frente a proyectos que se presentan como la panacea contra un nivel extraordinario de desempleo y la baja calidad de vida que todavía sufre una parte importante de los andaluces.
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