Jaime Martinez Montero

Repudio de la mediocridad

La tribuna

04 de mayo 2009 - 01:00

CUANDO se catalogan como de libre designación puestos de trabajo que son fundamentalmente técnicos, se infla por encima de las existencias naturales la necesidad de personajes políticos. Como no hay tantos, los mediocres se disfrazan adecuadamente y vienen a llenar esos huecos. Se intercalan así en los segundos y terceros niveles de las Administraciones y sólo en el cuarto nivel, donde los rayos de sol del mando apenas si dejan llegar su fulgor, aparecen los técnicos, que suelen ser unos funcionarios altamente sospechosos y, generalmente, de escasa confianza, que, pese a ser los que entienden de las cuestiones que se suscitan en esa demarcación, no pueden abordarlas desde la situación y la autoridad que éstas requerirían. Ante el resto de la sociedad, los mediocres ofrecen una definición de la política poco agraciada: es la pasarela gracias a la cual es posible el acceso a puestos bien considerados y remunerados por parte de aquellos que jamás los alcanzarían por preparación, méritos y experiencia.

No se vayan a pensar que un mediocre carece de habilidades. En absoluto. Por ejemplo, posee en grado sumo la de saber estar en los lugares oportunos en los momentos precisos. Intuyen como nadie a quién se deben arrimar, a qué actos deben acudir, a qué persona deben agradar. Si el despliegue de estas cualidades está reñido con la asistencia al trabajo, con el compromiso para con su tarea o servicio, con los deberes institucionales, con la necesidad de estar profesionalmente al día, con las exigencias diarias de un aula, o una oficina o biblioteca, peor para el trabajo. Lo primero es lo primero. Todo lo que aquí exhiben con generosidad para la importante tarea del medro lo detraen del cumplimiento de sus obligaciones.

Por eso son imbatibles en las conjuras, en las trampas, en falsear las apariencias, en las habladurías. Los que se dedican al trabajo carecen del tiempo y de la experiencia con que han contado para estos menesteres los mediocres. Una vez que llegan al puesto apetecido, alcanzan una sobresaliente habilidad en el arte de la supervivencia. Se la trabajan mucho, no tienen excesiva vergüenza, se saben humillar. Se anclan en sus ventajosos puestos gracias a que ponen en marcha dos importantes acciones: la creación de una red de intereses que es imposible de mantener sin ellos y la formación de equipos de personas algo más cortitas que la que los ha nombrado.

Tres son los principales peligros que conlleva el ejercicio del poder ejercido por este tipo de sujetos. El primero lo apuntaba Juan de Mairena: "Siempre será peligroso encaramar en los puestos directivos a hombres de talento mediano, por mucha que sea su buena voluntad, porque a pesar de ella la moral de estos hombres es también mediana... Propio es de hombres de cabezas medianas el embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza". El segundo es la violenta oposición a las personas preparadas y comprometidas. Es Einstein el que con gran certeza y pocas palabras lo expresó mejor: "Los grandes espíritus siempre han encontrado la violenta oposición de las mentes mediocres. Estos últimos no pueden entender que un hombre no se someta irreflexivamente a los prejuicios hereditarios sino que emplee honestamente y con coraje su inteligencia". El tercero es que provocan que las personas inteligentes y preparadas no puedan desarrollar por completo sus cometidos. La mayor parte del trabajo la tienen que dedicar a arreglar y a recomponer lo que los mediocres estropean desde sus puestos superiores.

¿Qué efectos produce en la sociedad la incrustación en la trama de poder de estos reyes de la banalidad y príncipes del lugar común? Sobre todo, la desmoralización de los capaces. Cuando los que se quedan en sus lugares de trabajo comprueban cuáles son los mecanismos de promoción que emplean las medianías y cómo consiguen la atención de los políticos, se ven invadidos de cierto desánimo: el acceso a un nivel profesional más alto, la lógica aspiración a un destino mejor, la satisfacción del natural deseo de liderazgo, el compromiso para la participación en los asuntos comunes, etc., nada tienen que ver con hacer bien el trabajo, con cumplir con las obligaciones de cada uno, con atender bien a los administrados, con comprometerse con la buena marcha e imagen de la institución que se sirve.

No. Los caminos son otros. Y cuando las virtudes cívicas y profesionales no sirven para nada es cuando se empieza a mirar para otro lado, a aflojar en los deberes profesionales, a cuidar la apariencia mientras se descuida el fondo, a separar lo que se dice de lo que se hace, a aflojar en el cumplimiento de las sanas costumbres... En pocas palabras, se manifiesta en todo su esplendor la gran obra que dejan al país estos curiosos especímenes: la implantación generalizada de la cultura del escaqueo.

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