Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
La tribuna
ES frecuente entre los conversos a la democracia echarse a temblar cada vez que oyen la palabra dictadura, a diferencia de lo que ocurre a algunos demócratas de toda la vida cuyos saberes no se reducen a los de su especialidad académica. Uno de éstos es Ramón Tamames, autor de un documentado estudio sobre la dictadura de Primo de Rivera, del que se desprende que fue bajo este régimen, de seis años de duración, bajo el que España conoció el primer período de estabilidad, prosperidad y justicia social del siglo XX, y cuyas líneas maestras, rotas con el "error Berenguer" y la Segunda República, sirvieron de guía a la otra dictadura, la de Franco, que supo además sacar partido de los errores de la anterior. La de Primo empezó modestamente como una "letra a noventa días" que por inercia se renovó hasta el agotamiento. La nueva en cambio afirmó su carácter vitalicio pues, aparte de no venir de un golpe de Estado incruento, sino de una cruenta guerra civil, tuvo entre otros aciertos el de no dejarse borbonear.
La víctima en ambos casos fue una constitución. A los que le acusaban de ser uno de los enterradores de la Constitución de Weimar, replicaba Carl Schmitt que si él contribuyó a enterrarla, fue porque otros la habían matado antes. La Constitución de 1876 duró lo que duró el inventor de la fantasmagoría del "turno pacífico", el encasillado y otras lindezas y se produjo la mitosis o carioquinesis de los dos grandes partidos turnantes. Era ya un tejido muerto cuando Primo de Rivera la dejó en suspenso y los españoles se lo agradecieron. La del 31 fue usufructuada desde un primer momento por los republicanos confesionales que hicieron con ella mangas y capirotes, notablemente al destituir a su Presidente. No creo que, ya en guerra, estuviera muy vigente en la zona que, por inercia, se autodenominó "gubernamental" o "republicana".
Las constituciones, en general, tienen una duración muy limitada. La excepción la constituyen las anglosajonas. La más antigua, la inglesa, es una constitución no escrita, pues los ingleses saben muy bien que lo permanente es el espíritu de las leyes, por decirlo con palabras de Montesquieu, no la letra, expuesta a infinitas interpretaciones o "lecturas", como se dice ahora. Los norteamericanos, más ingenuos, pero igualmente prácticos, han hecho durar la suya a base de enmiendas sucesivas.
La española de 1978 es un caso patético, y es el símbolo por excelencia de uno de los delitos más populares de nuestra democracia: lo que antes se llamaba "malos tratos" y ahora se denomina "violencia de género". No hay violencia que se le haya escatimado a nuestra Ley de Leyes, y lo más curioso es que a la cabeza de los violadores, por acción o por omisión, figure el tribunal encargado de tutelar su virginidad. Desde el caso Rumasa al Estatuto catalán, ese tribunal, reflejo del poder legislativo, perpetra o refrenda actos de unos padres de la patria que consideran, como la cosa más natural del mundo, que quien hizo la ley hizo la trampa.
Alfonso XIII, acusado de perjuro por las constituyentes republicanas, le confesó a su biógrafo Julián Cortés Cavanillas: "Acaso de lo único que tenga que arrepentirme es de haber observado escrupulosamente los artículos de la Constitución en aquellos años", es decir, todos aquellos en que la Carta Magna hacía agua por todas partes. Su nieto, en cambio, no corría el riesgo de que se le acusara de lo que acusaron a su abuelo por la sencilla razón de que él no juró la actual Constitución, sino que se limitó a sancionarla, dado que fue la Monarquía la que trajo la Constitución, no la Constitución la que trajo la Monarquía.
Ni otra dictadura ni otra república iban a hacer otra cosa que agravar los males de la patria, y es que, en los tiempos que corren, una dictadura sería todo lo contrario de lo que fueron las de Primo de Rivera y de Franco; sería una dictadura caribe, y ya saldría alguien dispuesto a recoger la antorcha que aún arde en el puño agonizante de Castro. Tampoco sería muy distinta esa república presidencialista con que sueñan muchos ingenuos.
No soy, pues, partidario de abolir la Constitución, sino de ponerla a salvo de los que abusan de ella y le han perdido todo el respeto. También soy partidario de sanearla y desinfectarla, pues con ella en la mano es aún perfectamente posible evitar el desguace de la nación.
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