Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Posiblemente, la historia de Sevilla, con sus grandezas y miserias, también es la de su puerto. El Guadalquivir siempre ha sido un río admirado por apasionados poetas y, a veces, hasta por doctos ingenieros, toda vez que es el más torrencial de Europa. Tanto ha influido la ciudad y sus muelles en la historia patria, que la rotura del puente de barcas de Triana por el almirante Bonifaz se considera el nacimiento de la flota castellana (1248), precursora de la actual Armada española.
Forjada la unidad dinástica entre Castilla y Aragón (1479), los reyes Isabel y Fernando, respectivamente, hicieron de Sevilla el mejor florón de su corona, confirmando el papel heredado de su puerto como centro económico del reino. Con estos antecedentes, en 1503 la ciudad fue elegida corazón y hacienda del Nuevo Mundo.
A partir de entonces comenzó la época aurífera de Sevilla y las orillas del Arenal se convirtieron en nudo gordiano entre Europa y América, al monopolizar el comercio ultramarino. Sin embargo, ocurrió que en aquella época en vez de labrar una ciudad o barrio mercantil en Triana, por ejemplo, el comercio se adentró en el fondo de una urbe medieval repleta de palacios, conventos e iglesias, con lo que los mayores beneficios obtenidos por el puerto no se convirtieron en obras de grandeza perdurable alrededor del mismo.
Después del siglo dorado empezó a notarse la falta de calado en la ría, especialmente en la barra de Sanlúcar de Barrameda, en la segunda mitad del siglo XVII. Por si fuera poco, Sevilla, que en gran medida vivía del Guadalquivir, empezó a sufrir los desvelos de su mayor benefactor, porque sus murallas las socavaban las riadas (1603-04, 1608, 1618-19, 1626-27, 1633, 1642, 1649, 1683-84, 1691-92 y 1697).
A principios del siglo XVIII la coyuntura económica verdaderamente era calamitosa por el traslado de los mercaderes a Cádiz, los problemas en la navegación fluvial (bajos arenosos, meandros, etc) y los continuos desbordamientos del río (1707-09, 1731, 1736, 1739, 1740, 1745, 1750, 1752, 1758, 1763, 1772, 1777-78, 1785, 1787, 1789, 1794, 1796, 1798 y 1800).
Llegados al XIX, en la ciudad se opera una mayor reacción con la creación de la Real Compañía del Guadalquivir (1814). El mayor golpe de efecto de dicha institución fue botar en Los Remedios el primer buque a vapor español: el Real Fernando. Pero en poco más se quedaron los logros de la Compañía, porque entre procesos judiciales estruendosamente desapareció.
Por fin, en 1852 el Gobierno de la reina Isabel II decidió a echar sobre sus espaldas toda la responsabilidad que durante siglos había evitado. En 1857 el ingeniero Canuto Corroza cuajó el primer proyecto serio de mejora de la navegación por el Guadalquivir. Llama la atención que, según los periódicos de la época, ante la aparición de este navarro y sus planes Sevilla registró una de esas apasionadas e ilusionadas reacciones populares de la que tan pródiga en su historia (como ocurrió con el canal Sevilla-Bonanza, la recuperación del buque escuela Galatea, etc). A esta época, en la cual se puso en funcionamiento el puente de Triana, el faro de Chipiona y el muelle del Arenal, entre otros, le puso epílogo la Revolución de 1868. Tras esta, en 1870 la Cámara de Comercio otra vez volvió a la carga pidiéndole al Ministerio de Fomento la creación de una Junta para conservar las obras recién inauguradas.
A partir de Manuel Pastor y Landero (1863-1868), tres directores se sucedieron al frente de dicha institución (Jaime Font Escolá, Luis Gracián y Reboul y Juan Ezcurdia Arbelaiz) hasta dar paso a Luis Moliní Ulibarri (1895-1915). Fue este ingeniero quien en 1902 elaboró un ambicioso plan de mejora de la ría y su puerto, que entre 1909-1926 excavó la corta de Tablada, construyó los muelles de hormigón armado sobre la misma y tendió el puente levadizo de Alfonso XIII.
Le tomó el relevo su compañero Manuel Delgado Brackenbury, que desde 1908 había colaborado con él. Si el Plan Moliní dotó al Puerto de una modernas instalaciones y amplia zona de servicio y de almacenaje, el Plan Brackenbury buscó tanto desviar la corriente del Guadalquivir de la ciudad para protegerla de las inundaciones, como seguir ampliando los muelles en función de la demanda. Así pues, en 1927 se puso en marcha dicho conjunto de obras, amparado por la dictadura del general Miguel Primo de Rivera y la cercanía de la Exposición Iberoamericana (1929). A la construcción del muelle de Las Delicias (1933), el puente levadizo de San Juan de Aznalfarache (1933) y el tapón de Chapina (1949), se unió la llave maestra del plan: la esclusa. Sin embargo, y al igual que le aconteció al anterior plan, las obras se demoraron hasta 1950.
Desde entonces y hasta la creación de la Autoridad Portuaria (1993), la antigua Junta de Obras ha visto la instalación de los antiguos Astilleros de Sevilla (1954), la realización de una parte del canal Sevilla-Bonanza (1964), el traslado de la actividad desde el puerto viejo (1968), la inauguración de la dársena del Batán (1975) y el nacimiento de nuevos puentes al albor de la Expo del 92.
Éstos son los antecedentes históricos del Puerto de Sevilla en su 150 aniversario como institución, que tan escasamente podemos celebrar.
Como prueba de la buena voluntad que une a la institución portuaria con la ciudad, ahí quedan las cesiones de terrenos en beneficio de los sevillanos para la Feria, los clubs náuticos o el embellecimiento de los antiguos muelles del Arenal y Turismo-Nueva York.
Vaya pues en estas escondidas líneas nuestro recuerdo a todos aquellos que trabajaron por el puerto hispalense y desaparecieron, y el reconocimiento por los que aún viven, que mantienen una esperanza optimista de cara al porvenir por una razón ya muy repetida: el futuro de Sevilla fue, es y será su río y puerto.
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