La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Comienza el reportaje. Plano general, interior, día. La periodista entra en una sala junto a una madre de la plataforma Adolescencia libre de móviles, que lleva en la mano un teléfono y explica que la iniciativa surgió en un grupo de Whatsapp de padres y madres. Proponen prohibir –y ya llevan muchas firmas– el móvil a menores de 16 años. Hay algo de oxímoron en esto. Lo pienso al ver esta pieza informativa en mi móvil, mientras el sobri de cuatro años me pide que le ponga Youtube (“¡Yo escojo!”, me exige, el aspirante este a falso ciudadano libre) y mientras el padre y la madre de la criatura andan como yo, mirando cada cual su pantalla, ese chupete cibernético con el que también los adultos nos callamos un rato. Si tuviera menores en custodia, no tendrían móvil, os lo juro por mi smartphone. No es ironía, es paradoja.
Bien es cierto que los adultos tenemos, se supone, discernimiento a la hora de escoger contenidos, entenderlos y hacer un uso racional de los terminales. Pero no estamos siendo un buen ejemplo para nuestra progenie. Lo afirmo en primera persona. Cultivo el modo vuelo, me niego a responder al ritmo que impone la máquina (cosa que me ha generado alguna enemistad) y no antepongo las notificaciones a la conversación que mantengo en persona, pero si se me parte el móvil siento angustia, no aguanto veinte páginas de un libro sin mirar quién me está poniendo frenéticamente wasaps, y para evadirme entre tarea y tarea bicheo las redes. Sin apenas intervenir en ellas, siento cierta sobreexcitación cuando las miro, ergo, no me quiero imaginar el enganche de quienes se enfrascan en discusiones, muchas de ellas delirantes… Más nos valdría, como paso previo al debate de prohibir el móvil a menores, revisar nuestros usos y adicciones a las pantallas, a su paranoia fractal y otros efectos a mayor plazo de todo pelo: psicológicos, sociales e incluso políticos. Nada hay que degrade y humille más al ser humano –decía Zambrano– que ser movido desde fuera de sí mismo. Y ahí anda parte de la sociedad, no única ni necesariamente la más joven.
Este verano –me cuenta una amiga– su sobrina adolescente fue con una amiga a pasar unos días a su casa de la playa. Las chicas sólo salieron de la habitación un par de horas al día: para hacerse selfis y publicarlos. En el control parental computó hasta 14 horas diarias de conexión. Los menores son los más vulnerables, y hay que protegerlos. La pregunta es cómo, si el problema, Houston, lo tenemos todos.
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