La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
La clausura es una disposición de la voluntad determinada por las circunstancias. No hay yo libre de ellas, vino a decir Ortega y Gasset, aunque sea difícil acertar de pleno en las interpretaciones, sobre todo filosóficas. Que, para las mundanas, siempre queda el recurso de no ser bien entendido o interpretado, como explicación -más bien excusa instrumental- de los disparates que se dijeron sin necesidad de interpretación.
La clausura, a eso íbamos, toma forma más convencional en la aceptada obligación, por personas religiosas, de no salir de conventos, cenobios, monasterios u otros recintos; acompañada de la prohibición a los seglares para acceder a ellos. Si bien, encerrarse con uno mismo, en el arduo ejercicio de la introspección, es otra forma de clausura que, aunque ocasional o cíclica, también confina en los adentros de la reserva. Y no faltan las formas de la soledad buscada -máxime cuando puede alternarse con la compañía encontrada-, para que la clausura ofrezca el regusto del bastarse con uno mismo, al modo de una misantropía nada malsana, sino incluso balsámica o terapéutica. Cuántas circunstancias, en fin, dirigen la voluntad de cada yo.
Late, en lo antedicho, el gobierno del libre albedrío. Ya que cuestión bien distinta es la clausura impuesta, una forma de confinamiento, acaso también de presidio, aunque los límites de la reclusión sean las cuatro paredes de un piso sin ascensor, y la condena no alcance un socorrido y complaciente tercer grado.
En pisos de clausura moran -vivir es una categoría mayor- no pocas personas de mucha edad y acumulados achaques -suelen acompañarse- a cuestas. Con el suplicio tortuoso y ya insufrible de las escaleras o acaso con solo una redención tan extrema como aparatosa. Bloques de pisos añosos y estrechos que no encuentran la fortuna -entiéndase la suerte- de las subvenciones para habilitar un ascensor, o son casi imposibles las soluciones técnicas para incorporarlo al edificio.
Por eso en uno de los barrios más pobres de España, Los Pajaritos -Residencial Las Aves, según el callejero de la guasa sevillana-, se abre el catálogo de esa clausura penosa e impuesta. Un retablo de abuelos que conocen a sus nietos cuando la presencia y el olor de los recién nacidos no solo desborda la emoción, sino que reverdece el tiempo aquel en que las escaleras no asustaban. O que reciben a esos nietos vestidos de Primera Comunión, sin que puedan acompañarlos en tan señalado día familiar. O que están a la espera de quienes atienden el cuerpo y el alma con la primaria asistencia de la compañía. O que sufren el castigo de la doméstica clausura -lo adjetivo no remedia, sino que acrecienta, lo sustantivo- con la circunstancia -ay, otra vez las circunstancias- agravante del abandono. Cuando el paraíso terrenal son las calles a cielo abierto. Y un privilegio mayúsculo del ánimo la libre y valiosa disposición de volver a casa.
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