¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Don Camilo era el párroco y Peppone el alcalde comunista de una ficticia localidad italiana, Ponteratto. El creador de ambos personajes fue Giovannino Guareschi, un escritor italiano de vida azarosa. Católico y monárquico, pasó dos años en un campo de concentración nazi por desertar de la República de Saló. Más tarde, ya en tiempos republicanos, le esperaría de nuevo un tiempo en prisión por difamar al presidente De Gasperi. Todo este berenjenal vital no impidió que sus relatos sobre el tira y afloja cotidiano entre el regidor comunista y el párroco de Ponteratto se convirtieran en un retrato canónico del consenso italiano de posguerra. En una alegoría, digamos, del suelo social que tuvo el pacto constitucional. El nombre que dio a esta saga de cuentos, Mondo Piccolo, da una buena pista del porqué. Peppone y Camilo, antagonistas en casi todo, socializaban, al igual que los propios italianos, dentro de un mismo mundo y sobre la base de unos elementos comunes de fraternidad y de virtud. En uno de esos relatos, Peppone y Camilo se confabulan incluso para sincronizar a la mayor precisión el reloj del ayuntamiento con el del campanario. Los antagonistas no sólo vivían el mismo espacio sino el mismo tiempo. Hace un par de días, el periodista del New York Times, David Brooks, escribía una extensa pieza sobre los pecados de las clases educadas, en referencia a los estudiantes universitarios que conforman la élite intelectual de los USA y que se caracterizan, entre otras cosas, por mantener opiniones progresistas y mostrarse especialmente activos en determinadas causas que redundan en su distinción ideológica. Insistía Brooks en la particularidad de que la mayoría de estos estudiantes no compartirá en su vida un espacio de socialización con aquellos que son objeto de su causa social, las clases de renta más baja, que, en su mayoría, son reacios al discurso redistributivo y votantes de Trump. El conflicto, el antagonismo político, no era ajeno al orden constitucional de posguerra. Al contrario, era consustancial, tanto como lo era la existencia de un mundo compartido, de lugares de socialización común y promiscuidad ideológica. La era de la desintegración ha requerido romper estos espacios físicos y abrir guetos en la red. Buen ejemplo de ello es que, sin que otros muchos supieran de su nombre o existencia, miles de españoles han dado su voto a un sórdido propagandista que predica con éxito en su pequeño inframundo digital.
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