La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sobran colgados, faltan percheros
la tribuna
RESURRECCIÓN y Pentecostés son dos caras de una misma experiencia. Dios estaba con quien luchó, vivió y murió para cambiar la sociedad y la religión, y mediante esto, transformar al hombre. Había que construir el reinado de Dios en Israel, que se sintiera la presencia de Dios para alcanzar otra forma de relacionarse los seres humanos. La cruz supuso el final histórico del proyecto de Jesús. La resurrección no sólo reveló su filiación e identidad, sino que dio a sus discípulos fuerza, inteligencia y motivación para continuar su obra.
Pentecostés es la fiesta del hombre que recibe la energía divina, al Dios Espíritu, para que, siguiendo el camino de Jesús, también él cambie el mundo. El miedo de los acobardados discípulos dejó paso al entusiasmo por la misión. Fue la segunda oportunidad para Israel: el que mataron las autoridades ha sido resucitado por Dios y sus discípulos reciben su espíritu, que les transforma y los convierte en agentes de cambio. Hay que "ayudar a Dios" para cambiar la sociedad y la religión, porque el Dios cristiano no se pone en el centro, marginando al ser humano, sino que capacita para el protagonismo histórico. Y así se crece en humanidad y hay más imagen y semejanza de Dios.
En Andalucía, la fiesta de Pentecostés está marcada también por la del Rocío. La Blanca Paloma no es en la iconografía cristiana una imagen de la Virgen, sino del Espíritu, simbolizando a Dios que desciende para habitar a la persona, transformándola. Por eso, el desplazamiento del Espíritu por la Virgen es ambiguo. María es la primera destinataria del Espíritu, a la que se anuncia que Dios está con ella y que va a concebir al que "será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35). Esa venida la transforma, y canta a Dios que derriba a los potentados y a los ricos, y ensalza a los humildes y los pobres (Lc 1,46-55). No sólo engendra al salvador, sino que cambia proféticamente ella misma y anuncia la liberación que Dios trae para los últimos. Y tiene que pagar un precio, como Jesús, signo de contradicción: una espada la atravesará y tendrá que vivir su propia pasión (Lc 2,34-35). Seguir a Jesús lleva a ser perseguido por los poderosos. María es la mujer seguidora, la dolorosa que vive su cruz y recibe el rocío del Espíritu.
Vivir Pentecostés desde María no es contradictorio, cuando hay identificación con su vida, marcada por el seguimiento de su hijo. La mujer juega un papel clave en la pasión, es la única que permanece en la cruz cuando huyen los discípulos y la primera a la que se le comunica la resurrección, antes de recibir el Espíritu con todos los discípulos. El problema no es María, el Rocío, sino separarla del Espíritu y de la lucha que marcó a Jesús. Una María endiosada, centro de la religiosidad y al margen del proyecto de Jesús, ya no es la cristiana, sino que es desplazada por una diosa mediterránea, centro de una religiosidad sagrada que no cambia a la sociedad, ni a la religión ni al ser humano. Un Cristo sin Espíritu no daría continuidad a su proyecto de vida; una María sin él, se convierte en objeto de una religiosidad emocional, folclórica e inoperante. Y entonces no cambia nada, ni la sociedad, ni la religión, ni la persona. Y el cristianismo se pierde, se cambia en un culto mediterráneo sin más, que no inquieta a nadie.
Pentecostés es más actual que nunca. Hay que cambiar la religión y también la sociedad, porque otras son posibles. Creer es comprometerse con el proyecto del Reino de Jesús, porque los pobres siguen teniendo hambre, la injusticia es más flagrante que nunca y la prepotencia de los poderosos es patente. "El combate por la justicia" y "la liberación de toda situación opresiva" es parte de la misión de la Iglesia, recuerda Pablo VI (Evangelii Nuntiandi 6). No sólo hay que indignarse y motivarse, sino que hay que comprometerse y convertirse en agentes de cambio. "Por su frutos los conoceréis" y esto se dirige a los peregrinos del Rocío, a los cristianos andaluces, a la jerarquía eclesiástica y a todos los ciudadanos de buena voluntad. No podemos ser cristianos sin comprometernos por el cambio social, no se puede seguir a Jesús sin sentir el dolor de tantas familias sin ingresos, de parados sin trabajo, y de recortes sanitarios, educativos y sociales que más cargan a los que tienen menos.
Comprometerse con esto, de palabra y de hecho, forma parte de la identidad cristiana, dinamizada por el Espíritu, que es más importante que nuestras filiaciones políticas. Cuando esto falta, se traiciona Pentecostés a costa del testimonio de María, que recuerda el Dios de los pobres a los poderosos, y no quiere ser la diosa de una religiosidad emotiva y entusiasta, pero inoperante y descomprometida.
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