¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
A veces, mirando hacia atrás se comprende mejor el presente. Por ello, los lamentables sucesos de estos días en el litoral gaditano obligan a remover el pasado de una zona geográfica tan determinada por la presencia de Gibraltar. Una colonia inglesa que, durante tres siglos, ha logrado poner a su servicio una buena parte de las poblaciones colindantes. Manteniendo con fluidez sus negocios gracias a mano de obra facilitada por el entorno. Una interesada dependencia de la que se ha beneficiado, primero, Gibraltar y, en menor grado, los habitantes de su Campo. En todo este tiempo, entre la extensa gama de gobiernos españoles sucedidos, muy pocos han intentado corregir tan infamante servidumbre. Ha resultado más cómodo, tras alguna soflama patriótica, mirar hacia otro lado, mientras el pan proporcionado por ingleses y llanitos mantenía callados, lejos del paro, a tantos miles de españoles. También, desde Madrid, se desvió la mirada para no ver otra consecuencia de esta situación, quizás menos humillante, pero moralmente más grave. Al sentirse el gobierno presionado para elevar el proteccionismo de las empresas manufactureras del norte de España, los bajos precios de esos mismos productos en Gibraltar fomentaron una dedicación destinada a perdurar. Y así, el contrabando, el estraperlo y el trapicheo se convirtieron en seña de identidad de todo el rincón andaluz que bordea al Peñón. La paga semanal del trabajo en la Roca se incrementaba de manera notable si se sabía burlar, con astucia, el control aduanero. Gracias a esta consentida picaresca el Campo de Gibraltar se convirtió en el primer supermercado clandestino de España. Y aunque, para compensar del cierre abrupto de la Verja, Franco promovió un lavado de fachada con un plan de industrialización en su Campo, sus efectos fueron limitados. Por eso, al abrir Felipe González de nuevo la frontera, la colonia recuperó fueros y poder: creó de nuevo puestos de trabajo para miles de españoles y alentó, con cara más moderna, antiguos y oscuros trapicheos. Desde entonces, como siempre, Madrid ha continuado ignorando los problemas de este rincón y los nuevos gobiernos de la Junta han aprendido también a mirar hacia otro lado. Y, por tanto, a un buen número de campogibraltareños de caer en el paro solo los redime el Peñón. La colonia extranjera –para vergüenza de los que creen en el patriotismo–, tres siglos después, continúa siendo, para bien o para mal, ama nodriza y madre redentora. Puede que ahí estén las claves para comprender el hartazgo y el fatalismo que sacude la vida de este rincón andaluz.
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