Ismael Yebra

Pedir perdón por educar

Sine die

Por culpa de D. Antonio, mi profesor de Literatura, me convertí en lo que llaman un letraherido

07 de octubre 2021 - 01:46

Mi infancia no son recuerdos de un patio ni de un huerto donde madura el limonero, sino de una calle del centro de la ciudad en la que convivían gentes de diversos pelajes y clases sociales, eso sí manteniendo las debidas distancias como mandan las más elementales normas de convivencia. En mi calle había dos tabernas, una lechería, un polvero, una tienda de ultramarinos, un constructor de guitarras, una carbonería, cinco médicos ilustres que vivían en casas principales, un académico y abogado de prestigio, un terrateniente extremeño y un ganadero de reses bravas.

Allí viví mi infancia pasando la mayor parte del tiempo en la calle jugando a la pelota en las plazas cercanas y sin guiarme por más reloj que la luz del día. No tenía conciencia de ser feliz o no, el niño vive sin más y no entra en valoraciones, al menos así se debe recordar, a no ser que, como dejó escrito Aquilino Duque, uno proyecte en su infancia las frustraciones de la edad adulta.

Todo cambió cuando mi padre decidió matricularme como alumno en el cercano colegio de los padres escolapios. Con ello comenzaron los madrugones, la misa diaria a las nueve de la mañana, los horarios rígidos, los castigos por hablar en clase, los palmetazos por no saber la lección. Por culpa de D. Antonio, mi profesor de Literatura, me convertí en lo que llaman un letraherido, al tiempo que un conato de escritor y lector a veces compulsivo. Por culpa del padre Espejo y su dichoso cine-fórum, no aguanto la mayoría de las series y películas actuales basadas en guiones insulsos y efectos especiales. Me quedé como parado en Viva Zapata y Muerte en Venecia. Por culpa del padre Hurtado leo los evangelios y busco en ellos algo más que enhebrar una retahíla de oraciones y letanías. Él, que se fue posteriormente a misiones, nos hacía ver la solidaridad como algo más que el simple show de las manitas pintadas de blanco o las velitas encendidas. Yo, que era feliz a mi aire sin pensar en otra cosa que vivir sin complicaciones, fui poco a poco desarrollando un espíritu crítico y un afán de búsqueda moral que me han acompañado, no sin contratiempos, a lo largo de mi vida. Asumo la biografía, pero merezco que me pidan perdón por los daños causados, si no toda la curia vaticana, al menos la institución escolapia y los descendientes del roteño D. Antonio, que me inició en la escritura y me hizo amar a los libros.

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