La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Para muchos, la Puerta de Carmona está asociada al tráfico, al frenesí de los motores y las prisas, un lugar de mero paso para entrar en el centro, girar hacia el Prado o tomar la ruta de oriente por Luis Montoto. Quizás por eso, porque no está en ninguna de las cañadas urbanas que suelo caminar, nunca había entrado en la librería Delfos. Probablemente también por sus orígenes como librería eclesiástica, tema por el que siento hondo respeto, aunque no afición. El pasado martes, sin embargo, los dados se conjuraron y propiciaron que hiciese mi primera y reveladora parada en esta librería estrecha y alargada, con algo de gruta mariana y algo de comercio barojiano, un lugar donde se amontonan libros viejos y nuevos de toda condición, rosarios, bibelots, casullas, minerales y cacharros de barro, como si de repente hubiésemos entrado en el desván de una orden conventual ya extinguida o en el gabinete de San Manuel Bueno Mártir.
El azar o la Providencia (cada uno lo llame como quiera) tiene mañas que nos resultan incomprensibles. El primer libro que tomé en mis manos, una edición de Siruela de El Barón Rampante, de Italo Calvino, contenía en su primera página toda una novela. Alguien había escrito con trazo femenino: "Para el hombre que más he querido, quiero y querré. Sevilla, septiembre 1995". ¿Cuáles fueron los caminos que dicho volumen tomó para que tanto e incondicional amor acabase arrumbado en Delfos, entre libros de Antonio Gala y agendas de años caducados? Probablemente el desamor; o el desagradecimiento; o la muerte de ambos, amadora y amado, en un accidente de tráfico. Si, como se ha dicho, los anticuarios son los rompeolas donde acaban los restos materiales de una fortuna (mantones de manila, cuadros románticos, impertinentes para la ópera, diademas apagadas…), las librerías de viejo son yacimientos arqueológicos donde pueden aflorar los restos fragmentados de antiguos quereres, pasiones políticas, gustos estéticos y devociones ultraterrenas. Todo revuelto y olvidado.
Pero la gran sorpresa de Delfos no llegó hasta que husmeé en un anaquel roturado como Historia de Sevilla. Allí, después de años esperándolo, emergió el lomo de Diccionario para un macuto, de Rafael García Serrano, libro que presté hace nueve lustros a un conocido y que, como castigo por mi impiedad, nunca regresó. ¿Había sido, al fin, perdonado?. El volumen, que alguien había tuneado primorosamente con una cinta encarnada que servía de marcapáginas, contenía, además, una dedicatoria del autor: "A Luis D. M., con amistad. Rafael". Fue leerla y sentir la cálida camaradería de Rafael, el aroma a valdepeñas y a tabaco negro de las trincheras, su decir áspero y contundente. Sentí, por qué no decirlo, el milagro.
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