Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
Sevilla/¿Quién se lo podría haber imaginado?: ¿Que el PSOE, un partido de gente decente, muchos de los cuales viejos hombres y mujeres de una pieza que habían sobrevivido a la Guerra Civil y al franquismo, y otros y otras pertenecientes a nuevas generaciones que se hicieron personas leyendo y estudiando libros que hablaban de fraternidad, respeto entre sectores sociales y afanes de emancipación individual y colectiva, llegara a convertirse en una partida de arribistas e iletrados que acabarían siendo regidos por la voluntad torticera, desvergonzada y egocentrista de un “puto amo”?
“¡Pedro Sánchez es el puto amo!”. Eso dijo hace unos días, ante el Comité Federal del PSOE, un tipo rudo que fue alcalde de Valladolid, que dejó de serlo por voluntad popular, que por su especial iracundia oratoria fue cooptado a la condición de miembro del Gobierno de la nación, que vive del erario público y que tendría que saber que su función fundamental debe ser la de promover la serenidad de la ciudadanía española. ¡Y la “rehala” de presentes en el acto le aplaudió, enfervorizada! No cabe mayor descalificación, personal y colectiva…
“El puto amo”… Pobrecitos y pobrecitas… Seguramente no saben que esa expresión de “puto amo” deriva de la expresión americana “the fucking master”, o sea “el jefe follador”, es decir: el “masca”, el que puede cepillarlos a todos y a todas simplemente porque es el jefe, el que más manda. Y al que hay que aceptar, en todo y por todo, sencillamente porque es el que tiene el poder… Nunca, jamás, un partido político español había caído tan bajo…
Nunca me he fiado de Pedro Sánchez. Así, el 18 de mayo de 2017, me publicaron en El País una Tribuna titulada Catilinas de andar por casa en la que comparaba a Pedro Sánchez con Catilina, el conocidísimo –gracias a Cicerón– conspirador romano. Catilina, en efecto, utilizó todos los recursos posibles a su alcance para convertirse en primus inter pares en la sociedad de su época. Acabó malamente, llevado por su ambición personal y desconociendo su deber como patricio, que no era otro que trabajar por el bien de la res publica. Y, al acabar mal, condujo a la muerte o al exilio a muchos de sus partidarios. No tuvo en cuenta que, en las clases dominantes romanas, por mucha que pudiera ser la ambición personal, siempre había que guardar un equilibrio entre la ambición personal y el deber público.
Julio César, coetáneo de Catilina y de Cicerón, fue uno de los más grandes ejemplos de ambición política personal de la historia de la humanidad. Sin embargo, siempre procuró contrapesar su propia ambición con gestos de respeto al deber público, hasta el punto de que llegó a repudiar a su esposa Pompeya –con la que se había casado porque era nieta de Sila– por la apariencia de que ella podía haber faltado a las tradiciones religiosas romanas: “La mujer del César no sólo tiene que ser honrada, sino que parecerlo”. En política no se trata solo de “ser”, sino de “parecer”.
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