¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Entre Banksy y la inmensa mayoría de grafiteros –los conoceréis por sus obras, y a la fuerza– hay una distancia artística y conceptual comparable a la que separa a Cien años de soledad del Ambiciones y reflexiones de Belén Esteban; que no he leído, “ni falta que me importa”. Más allá del respeto de los espacios comunes, la mayoría de los dibujos callejeros que veo son egocéntricos e infantiles. Onanistas. No sé hasta qué edad Onán siguió con sus cosillas en soledad, la verdad, pero la profusión de dibujos clonados y de firmas repetitivas que afean las calles y dañan la propiedad de la gente corriente me recuerda a esa edad alrededor de los catorce en la que, repitiendo una rúbrica grandilocuente cien veces en un folio, nos autoafirmamos (el verbo viene bien). Es la adolescencia, etapa onanista de la vida por excelencia. La urgencia por ser alguien.
A Banksy –aquí solemos llamarlo Bansky– no se le conoce lugar de nacimiento, y ha hecho todo lo posible por no ser identificado más que por sus magníficas obras, repletas de verdadera sugerencia social, ironía, fina crudeza, deslumbrante imaginación y, en definitiva, arte en su sentido de belleza (hay otros). Los grafiteros habituales ansían ser vistos: no paran de firmar en las persianas de los negocios, en los zócalos de los condominios, en las peanas de las estatuas, en los muros recién pintados y en los portones de los vecindarios obligados a pagar la comunidad. Una gamberrada. Sí aprecio –apenas– esa actividad cuando viajo en tren, y veo obras de aerosol en las zapatas de los puentes, en las tapias de protección ferroviaria o en los restos de edificios en ruinas. No digamos en la East Side Gallery de Berlín, concebida para eso y el turismo. En las estaciones de tren, al asalto y en manada, es abuso delincuente. Y un dineral para eliminar tanto arte y protesta.
Lo que se ve es horterada y pintarrajeo, mayormente. Esto que digo me puede traer desprecios de los que son todavía más progresistas que yo; ya saben, progreso, esa palabra golpeada y hecha desustanciado estandarte. El grafiti es un marcador ideológico: es guay no criticar la suciedad y el abuso de pintadas (bueno, si te pintan tu fachada...). Por cierto, hay grafiteros bien talluditos: apuesto a que Onán no perdió sus aficiones al terminar su adolescencia; vicios privados, públicas virtudes. Pecadillos, faltas leves. Amor propio. Lo que quieran. Nada que ver con el “aquí estoy yo te guste o no”, y encima vender tu garabateo con ínfulas de rebeldía y crítica al sistema. No hay por dónde cogerlo. Ni contemplarlo.
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