¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Postdata
LOS datos proceden del INE y dibujan un futuro demográfico sombrío: en España, cada vez nacen menos niños (425.390 en 2013, un 6% menos que en 2012) y la diferencia entre el número de partos y el de fallecimientos se estrecha peligrosamente (36.181 personas en 2013, menos de las 52.226 de 2012 y muy lejos de las 134.305 de 2008).
Esa tendencia, continuada, asienta la expectativa de un país envejecido, en el que ya se vislumbra el momento crítico: está cercano el día, indica el INE, de cruce de las dos curvas (la de nacimientos, que decrece, y la de muertes, que también); 2017 parece ser el año en el que se producirán mas muertes que nacimientos). Si a ello añadimos el imparable éxodo de extranjeros (el pasado año salieron de España 545.980, cerca de un 10%), la conclusión no puede ser más inquietante: perdemos población y la que conservamos aumenta rápidamente su media de edad; a 1 de enero de 2014, los habitantes empadronados suman 46,7 millones, medio menos de los 47,2 que representaron, en 2011, el máximo histórico.
No es fácil determinar todas las causas que explican semejante fenómeno. Aun así, más allá de los cambiantes hábitos sociales y de las nuevas formas de entender el ritmo y el valor de la descendencia, el factor principal ha de hallarse, por supuesto, en el impacto de la crisis. Así lo destaca Teresa Castro, demógrafa del CSIC, quien observa una clara correspondencia entre fecundidad y nivel de riqueza.
Son muchos los desafíos que nuestra pésima coyuntura nos plantea. Paro, pobreza, inestabilidad, pérdida de bienestar y cuantos el lector añada. Aunque, de todos ellos, éste es auténticamente dramático: nos estamos inmolando como país; construimos una sociedad insostenible cuya pirámide poblacional, por sus características, conformación y necesidades, anuncia el derrumbe inexorable del sistema. Paradójicamente, en tales condiciones, incluso el aumento de la esperanza de vida supone una noticia preocupante.
Comprendo que el debate político se ajusta a sus peculiares reglas. Pero, más allá del cortoplacismo y de la demagogia, me asombra la inacción irresponsable de una clase dirigente que, a lo que se ve, aplaza, relega u olvida el análisis y la búsqueda de estrategias frente a la más compleja y letal de nuestras amenazas. Me extraña al cabo, y me indigna, ver cómo, entretenida en lo suyo, colabora estúpidamente en lo que pudiera terminar siendo un verdadero suicidio.
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