Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
En la época romántica, movidos por el afán de conocer las distintas tierras españolas, una serie de escritores costumbristas describieron las escenas y paisajes peculiares de cada rincón. Después, hacia finales del siglo XIX, otra buena hornada, esta vez de pintores, hicieron otro tanto. Con esas imágenes pintorescas, más o menos recreadas e inventadas, se constituyó un curioso y diverso mosaico, compuesto de hábitos, tipos de cultivos, estilos de vida y trabajos, preferencias religiosas, danzas y cantos, espacios de convivencia y otras tantas estampas, que los folcloristas de cada sitio catalogaron, permitiendo conocer gustos y actitudes. Nació así el regionalismo, una especie de registro vivo de las singularidades de cada parte geográfica del país. Esta tendencia cobró cuerpo al mismo tiempo que las teorías de Taine y Lombroso pretendían demostrar que los lugares de nacimiento y los rasgos fisionómicos determinaban el comportamiento de la gente: los del norte sirven para una cosa, los del sur para otra. Visto desde una óptica actual, todo aquello resultaba un tanto simple e ingenuamente idílico. Pero ayudó a crear un nuevo sentimiento de pertenencia que, por entonces, se creía necesario. Es decir, que te gustase lo propio más que lo del vecino, dio buenos frutos sociales, facilitando la solidaridad interna y alimentando el conformismo en el terruño habitado. Y, debe reconocerse que, sin el aliento de aquel gran movimiento cultural regionalista las letras y artes, de aquella época, no se hubieran revitalizado ni conservado. Pero vinieron enseguida los políticos ávidos -los Pujol de turno en aquellos momentos- que captaron que esos sentimientos regionalistas se podían manipular y reconducir, a favor de intereses personales y en contra de los vecinos. Y el pintoresco regionalismo se reconvirtió, poco a poco, en un nacionalismo acaparador y excluyente. Una forma distinta de tocar el tambor, bailar en las fiestas del pueblo o de hablar, fue utilizada como causa suficiente para buscar privilegios ("derechos históricos" se atrevieron a llamarlo) ante otras regiones, quebrando cualquier atisbo de solidaridad encaminada a equilibrar las desigualdades geográficas. Conviene recordar estos orígenes ahora que, por fin, algunas de las viejas regiones (Andalucía, Valencia, Murcia) empiezan a reclamar, bien alto, que no quieren más que lo justo, pero que tampoco aceptan la estafa impuesta por aquellos que convencieron a los suyos de que son superiores porque tocan de otra manera el tambor.
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