¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
A cualquiera –más aun viniendo o viviendo en el Mediodía– tendría que exigírsenos nociones básicas de patio. Lo mismo que se nos pide informática, nivel usuario o rudimentos de inglés. No para conseguir un empleo, sino para estar con bien en el mundo. Añadiría un curso en primeros auxilios y conocimientos elementales de respiración. Nos iría mucho mejor. Pero vuelvo al patio: acabo de darme cuenta de que, aunque no tengo uno que cuidar y habitar, el hecho de contar con suficientes horas de vuelo y juego en los de mi infancia me ha hecho capaz de montarme uno y de vivir según sus usos casi en cualquier parte. En mi balcón, por ejemplo. Los balcones son patios en altillo. Lo mismo que las azoteas. Feliz quien tiene un patio interior; quiero decir, un patio en los dentros de una misma. Dicho sea sin tipismos.
El patio, con su rollo central de la domus, o de parte de atrás que da a las cuadras, el zaquizamí o el gallinero (el garden delante y a la vista de los transeúntes es como de anglicanos), ubica o apresa en sí un extracto escogido de lo de fuera. En él tuvimos de niñas ocasión de jugar y de ver crecer y florecer, en arriates y tiestos, un resumen de naturaleza suficiente. Con ello nos criamos en el asombro. Todo patio era de recreo, no solo para los chiquillos, también para madres, tías y abuelas a las que vimos meditar en sus sillas y mecedoras mucho antes de que triunfara el mindfulness. También cachucheaban en él, afanosas, con las macetas, el toldo, las orzas… pero con deleite, como si de pronto eligieran lo laborioso como una forma de descanso. Llevaba razón Chaves Nogales cuando decía –por cierto, un pelín desdeñoso– que los patios tienen un punto femenil. ¡Cómo no van a tenerlo, si han sido por siglos para muchas el único fragmento de cielo en propiedad y, a veces, también, como dice Dicen–esa impresionante copla– fueron “un convento de clausura”! En el patio los hombres parten almendras, miran el pluviómetro, crían perdices, mas no es su negociado. Los patios de Sevilla, privados o comunales, han sido lugar de conversación, silencio, sesteo, aromas, esparcimiento y contemplación de todo lo que crece en una casa. Más acá del tópico, computan dentro, han sido importantes en nuestra formación espiritual.
Hace tiempo que la noción de patio trocó en otra cosa. Llamamos patio al espacio de acceso, si lo hay, desprovisto de vegetación (acaso una maceta ornamental adquirida por la intercomunidad), cuyo cuidado no nos compete. En los peores casos, los patios no están, han sido extirpados de la (con)vivencia; como mucho quedan los de luces, tan en sombra. Las arquitecturas determinan los vínculos con el lugar y con los demás. Las construcciones que nos privan de la noción de patio nos usurpan cosas que importan, que nos forjan en el asombro, el solaz y la ternura.
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