Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
fragmentos
En esta frase: "nazareno dame un caramelo", pronunciada por un niño de corta edad, que te mira con ojos abiertos y confiados, hacia el antifaz de la túnica, buscando tu mirada, se puede resumir gran parte de lo que me hace sentir la Semana Santa de Sevilla. Recuperar la infancia. Es una escena en la que muchos de nosotros hemos ocupado los dos lugares. El niño que pide con la mano extendida, y que sonríe cuando ve que la tuya se desliza dentro de la túnica y aparece con un brillante envoltorio, y el nazareno, que desde dentro de la soledad del antifaz, se hace niño por un momento.
Y así, la Semana Santa se llena de juegos de niños, entre las sillas de la carrera oficial o esperando el paso de las cofradías, sentados en el bordillo de la calle. De caramelos y bolas de cera. De contar nazarenos e imaginar significados de las insignias. De mirar hacia arriba, muy arriba, cuando los pasos llegan hasta nosotros. De alpargatas de costalero. Del esfuerzo que atisbamos por los pequeños huecos de los respiraderos, que es casi lo único que está a nuestra altura.
Luego se produce el cambio. Un día como el de ayer, nuestras madres nos pusieron una túnica blanca en un ritual medido, que te inocula para siempre algo en el cuerpo y en la mente. Túnica blanca. Capirote con escudo rojo de la cruz de Santiago. Cinturón de esparto. Un pañuelo y caramelos en los bolsillos. Una varita en la mano. Vamos a salir en la Borriquita. Una foto lo recuerda en el álbum familiar. Ya llegamos al Salvador y a través de un estrecho pasadizo, llegamos al pequeño patio. Ya estamos solos y rodeados de otros muchos nazarenos. Después entramos en la inmensa iglesia llena de pasos y ocupamos nuestro sitio en las filas en la penumbra. Se abren las puertas y empezamos a bajar la rampa. Un mar de cabezas nos rodea con un rumor inolvidable. Cuántos Domingos de Ramos, de blanco o de negro, junto al Cristo del Amor, oyendo a lo lejos, la marcha Amargura que nos precedía.
¿Por qué se queda tan dentro una parte de tu vida? Los preparativos de una tarde de cofradías. Los caramelos de Mauri. Los pequeños bocadillos del Horno de San Isidoro. Las mañanas de juegos infantiles en la rampa del Salvador. Ahora, muchos años después, ocupado en otros asuntos, quedan lejos esos días. Pero siento rechazo cuando oigo voces sobre la exclusividad religiosa de la Semana Santa sevillana. Como única manera de sentirla. ¿Nos quieren dejar fuera de nuestra propia historia? No puede ser. Desde aquella tarde en la que por primera vez fuiste un nazareno, algo se mantiene vivo dentro. Se siguen recordando los olores y los sabores. Las sensaciones. Los lugares, plazas y calles que formaban parte del recorrido de la procesión, que siempre tendrán algo familiar y en los que eres capaz de percibir hasta el más pequeño cambio que se ha producido.
De repente, en cuanto suenan los tambores a lo lejos, y vemos un grupo de niños moviéndose entre las filas de la procesión, viene a nuestro encuentro la Semana Santa de la infancia. Nunca debimos dejar aquel país de las maravillas.
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