La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
La no inesperada muerte del líder opositor Alekséi Navalni, su más que probable asesinato por parte de las autoridades a las que denunció con un coraje casi inconcebible, lleva a preguntarse de qué madera están hechos los hombres que se enfrentan solos, sin más armas que las palabras y la férrea voluntad de resistir a cualquier precio, a los envilecidos representantes de un poder absoluto que en Rusia no ha dejado de reencarnarse bajo distintas máscaras, en el tiempo de los zares, en el de la dominación soviética o ahora en el del tirano que ha heredado los modos de ambos, seguramente convencido de que su pueblo, despreocupado de la libertad, sólo puede vivir sometido al despotismo. Como ha señalado el escritor, traductor y periodista cubano Jorge Ferrer, el valeroso disidente había sido confinado en una de las inhóspitas regiones de la periferia donde las prisiones, rodeadas de hielos perpetuos, no necesitarían ni muros, y no por casualidad los pocos moscovitas que se han atrevido a desafiar el silencio han elegido para su homenaje espontáneo el monumento a las víctimas de los campos en la plaza de la Lubianka, donde una piedra traída desde Solovki evoca los horrores de un pasado muy presente. Conocemos ese pasado gracias a los historiadores, pero también a libros que documentaron las deportaciones a partir de la experiencia y la memoria de los convictos. En un sistema represivo de proporciones nunca vistas, era inevitable que surgiera, por obra de los centenares de escritores e intelectuales que fueron enviados a los campos, una literatura concentracionaria –para la que contaban los altos precedentes de Memorias de la casa muerta de Dostoievski y La isla de Sajalín de Chéjov– cuyo más famoso representante sería Aleksandr Solzhenitsyn, que aún pudo publicar en su país Un día en la vida Iván Denísovich, aprovechando la efímera y relativa liberalización de los años del Deshielo, y cuyo posterior Archipiélago Gulag desveló la magnitud del inframundo carcelario en el paraíso de los sóviets. Otros testimonios ineludibles los aportan los impresionantes Relatos de Kolimá de Varlam Shalámov o la gran novela, hasta hace poco inédita en castellano, de Yuri Dombrovski, La facultad de las cosas inútiles, que se abre con un epígrafe de Ray Bradbury: “Y, cuando nos pregunten lo que hacemos, podremos decir: ‘Estamos recordando’. Ahí es donde venceremos a la larga”. Vencieron, como sabemos, porque sus libros no dejarán de leerse nunca, y a la vez volvieron a ser derrotados, pero mientras haya resistentes como Navalni, que de algún modo ha sostenido sobre sus hombros la dignidad de la nación, quedará al menos la esperanza.
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