¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Nos metemos en la nueva película de Sorrentino, Fue la mano de Dios, y nos sentimos identificados de inmediato. Esa familia caótica, numerosa, tan irritante como entrañable, éramos nosotros, éramos todas las familias españolas en los 80. A Marie Kondo le habría dado un desmayo si nos hubiese visto: todo estaba manga por hombro, por mucho que se procurara el orden, lejos de la pulcritud de un anuncio de Ikea, y todo tenía algo de circo antiguo, con sus impactantes números de riesgo -imagínense al pequeño Peter Sellers en una bici, o en un columpio, sin redes protectoras- y sus fieras -y no, no me refiero a los animales, aunque siempre hubiese una tortuga y un canario, y gusanos de seda, y había quien adoptaba incluso un gato o un perro; las fieras éramos los hermanos peleándonos-. Antes de que chillaran en las tertulias de la tele, que en La clave siempre guardaban la compostura, nosotros inventamos el cortarnos los unos a los otros como forma de comunicación. Aunque hoy queramos ponernos estupendos, tal vez sea el griterío y la locura -una deliciosa y extravagante locura, como la de los personajes de Vive como quieras- la que nos define.
La Nápoles de Sorrentino me hizo pensar que es imposible escapar de los orígenes. Próxima al cine donde proyectan Fue la mano de Dios se encuentra una institución, el bar de la ensaladilla. Una prima de Madrid volvió ahora, tras un largo paréntesis por la pandemia, para comprobar que aquel plato seguía en la excelencia, también para resolver una duda: la receta siempre había llevado guisantes. A mi prima no se le cayeron dos lagrimones porque es discreta, pero digamos que esa ensaladilla es nuestra magdalena de Proust, porque todo está mejor con mayonesa, y porque nada nos sacude como un sabor de la infancia.
Supongo que es un peaje de la edad, una parada lógica a estas alturas del viaje, pero aquí me tienen, yo que huía de la tradición, que siempre quise ser cosmopolita -sigo ejerciendo: le he prometido a un colega que lo llevaría a un restaurante coreano, y él a mí que cenaríamos en un libanés recién abierto-, lo que se dice ahora una moderna, ya no reniego del lugar del que procedo. Porque tan tonto como creer que naciste en el ombligo del mundo es el querer darle la espalda a tus raíces, pero también porque yo no pude desvincularme: les prometo que una vez quise preparar fish and chips y aquel pescado, las fotos dejan constancia, me salió igualico a una pavía, y que ayer mismo hice ramen y, por mucho ingrediente asiático que le echara, aquello sabía a la sopa de fideos de mi madre. La verdad es que mi Nápoles privado, este sur nuestro, me persigue... y, qué le vamos a hacer, siempre me alcanza.
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