La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
La conculcación de derechos elementales a cuenta de la pandemia ha debido despertar reflejos liberticidas siempre latentes en gobiernos de tan siniestra catadura como el que nos aflige. So capa de protección del personal, tratado a lo bruto como panda de niñatos inmaduros, cuando no como simple ganado -lo de la inmunidad de rebaño no es simple metáfora-, han llovido medidas limitativas de nula eficacia sanitaria que ahora amenazan con hacerse recurrentes. Una muestra de lo dicho es la anunciada pretensión del PSOE de blindar los entornos de los abortorios impidiendo la presencia de los voluntarios provida que ofrecen información y ayuda a las mujeres que se dirigen a ellos, a menudo muy a su pesar si juzgamos por el éxito de estos grupos. Su presencia se realiza, como cualquier otra manifestación en la vía pública, tras la pertinente notificación, permitiendo la circulación y, por supuesto, sin agresividad. Es decir, como debiera ser cualquier concentración de las miles y miles que en España se hacen cada año por los motivos más variopintos y de las que la izquierda es, precisamente, protagonista casi absoluta y muy a menudo nada pacífica.
¿Por qué se pretende prohibir estas concentraciones, generalmente de pocas personas y en absoluto desordenadas, condenando a quienes participen en ellas hasta a tres años de cárcel? Pues simplemente por la presión de la patronal abortista, quejosa de cómo se resiente su negocio por una acción informativa que permite rescatar de una muerte segura a cientos de niños cada año. Porque es muy frecuente que las madres angustiadas y temerosas que se dirigen a las clínicas y a las que se ha empujado al aborto sin alternativas desde todas las instancias de la Administración, cambien de opinión ante una posibilidad cierta de ayuda y acogida. El negocio abortero pretende, ni más ni menos, una suspensión, en su exclusivo beneficio, de las libertades públicas para aumento de sus millonarias ganancias. Molesta también a estos empresarios del crimen que el fuerte estigma social que su actividad genera les sea recordado por la simple presencia de estos voluntarios. Porque el aborto será un derecho, dicen, pero lo cierto es que nadie osa presentarse como ginecólogo abortista en una reunión profesional y la objeción de conciencia de los sanitarios sigue siendo simplemente abrumadora. Ni el más firme partidario de la pena de muerte desea tener al verdugo por amigo ni mucho menos serlo.
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