Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
La tribuna
LOS ataques de las jerarquías religiosas a la ciencia no son cosa de hoy. Ahí está la condena que la Iglesia católica impuso a Galileo, o el cerril acoso que varias iglesias cristianas mantienen contra la Teoría de la Evolución de Darwin. En ambos casos, la oposición se justifica porque esos descubrimientos científicos contradicen la Biblia.
Lo que ilustra muy bien una de las diferencias fundamentales que separan ciencia y religión. Cristianismo, judaísmo o islamismo fundamentan su ser en libros sagrados; allí se encuentra la única verdad posible: la revelada por el correspondiente Dios. Las jerarquías religiosas defienden que los libros sagrados marcan, como si de los muros de una cárcel se tratara, el espacio moral, político, científico y, a veces, incluso el artístico, donde a los mortales nos está permitido movernos. Más allá de esos muros sólo hay pecado; aunque los clérigos demandan a menudo que también haya delito y condena: o sea, exigen que la ley de su Dios se convierta en la ley del Estado.
La ciencia, en cambio, no admite verdades reveladas. La validez de una teoría científica no la determina la palabra de Dios, de ningún Dios, sino la adecuación de sus predicciones con lo que se observa en la naturaleza.
Sin embargo, el último anatema de los clérigos contra la ciencia tiene un tufo distinto a los casos de Galileo o Darwin. Escuchamos con frecuencia a jerarcas católicos llamar asesinato a la investigación de los científicos con células embrionarias. Hace poco el portavoz de los obispos aseguró: "Eso no es curar, sino hacer un mal radical: matar". Y esto a pesar de que esas investigaciones médicas hayan salvado vidas, como ha evidenciado el éxito obtenido en Sevilla por el doctor Guillermo Antiñolo y su equipo.
Este rasgarse los clérigos las vestiduras y llamar asesinato a una actividad científica ejercida en un ámbito protegido por una estricta y exhaustiva regulación legal, no es sólo una calumnia -o sea, una acusación falsa hecha maliciosamente para causar daño-, sino una muestra más de la perenne cruzada clerical por conseguir que la ley del Estado se subordine a sus designios morales.
Pero, en este caso, debe existir alguna razón más tras esos insultos, pues no hay nada en los libros sagrados que se oponga a lo que hacen los científicos con las células embrionarias: en ningún sitio de la Biblia se afirma que el puñado de células formado por división celular al poco de unirse un óvulo y un espermatozoide sea un ser humano. ¿Por qué, entonces, se oponen los obispos a una actividad científica que, con seguridad, salvará muchas vidas y evitará sufrimientos y penalidades?
¿No será que la ciencia está logrando hacer algo que se parece demasiado a un milagro? ¿No será que buena parte del miedo que las jerarquías religiosas le han tenido, y le tienen, a los científicos tenga que ver con el monopolio divino de los milagros? Porque la ciencia y la tecnología parecen haberle usurpado a Dios, a cualquiera de ellos, el poder de hacer milagros. Si un milagro es un prodigio asombroso, un suceso extraordinario y maravilloso para el que el común de los mortales no tiene explicación, entonces tendremos que concluir que los milagros los realizan hoy la ciencia y la tecnología.
Quizá sea el asunto de la salud aquel para el que la humanidad mayor demanda de milagros haya hecho a los dioses. Y es precisamente en este campo donde se ve a los clérigos más preocupados por lo que la ciencia y la tecnología ofrecen hoy: máquinas que sin dañarte muestran el interior de tu cuerpo, ultrasonidos que, sin tocarte a ti, convierten en polvo la piedra que te destroza el riñón, elección de embriones para que el nacimiento deseado de un bebé pueda salvar la vida del hermano mortalmente enfermo...
La ciencia y la tecnología han democratizado, además, los milagros. Ya no son una concesión caprichosa de Dios, sino que casi se han convertido en un derecho: ahora se le pagan impuestos al Estado y se le exige el correspondiente aparato de resonancia magnética para que ayude al médico a diagnosticarnos una enfermedad.
Pero, aunque lo parezca, la ciencia no hace milagros: todos sus logros son fruto del esfuerzo, de una pizca de suerte a veces y, sobre todo, de la comprensión de la naturaleza que el estudio, la experimentación y el razonamiento científico nos permite. La ciencia no va a romper el monopolio divino del milagro porque la ciencia no ofrece milagros, sino ayuda razonada.
Serénense, pues, señores obispos, y a falta de algo mejor que ofrecer en este asunto, dejen de insultar a los enfermos y a quienes sí que les pueden ofrecer ayuda médica.
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