La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
Busco mensajes antiguos en un grupo de Whatsapp, para dar con la referencia de un técnico del aire acondicionado que me pasaron hace unos meses, pero el azar, por alguna palabra que escribimos entonces, me lleva a otra fecha, a marzo de 2020, y leo con curiosidad y sobresalto las líneas que nos cruzamos, días antes de que se declarara el estado de alarma por una pandemia que se propagaba sin control y de la que nosotros aún no éramos todavía plenamente conscientes. Abruman la inquietud y la incertidumbre que transmiten las frases que nos intercambiamos, que nos revelan inmersos en una pesadilla que no llegamos a entender, enfrentados a una amenaza invisible y letal, algo que creíamos propio, únicamente, de las películas de terror, pero no de la vida. Las noticias difundían rumores, no podían hacer otra cosa, y nosotros compartíamos perplejos cada información que leíamos: que si cobraba fuerza la hipótesis de que el Gobierno iba a cerrar Madrid, que si las empresas empezaban a plantearse el teletrabajo, que si los cines y teatros barajaban sus cierres, que los conciertos para los que teníamos entradas se habían cancelado. La mañana en que se anunció la rueda de prensa de Pedro Sánchez con la que empezaría el confinamiento corrimos a los supermercados, y nos mandamos las fotografías de las compras, como los víveres que en las ficciones los protagonistas reúnen para el fin del mundo, y alguien lamentó entonces que había olvidado hacerse con un gel de manos, porque se había disparado ya el miedo al contacto, el miedo al otro. Alguien de la pandilla regresaba a casa en un bus vacío, atravesaba una ciudad espectral, y un amigo cauto le decía que evitara el transporte público en la medida de lo posible. Todavía hoy, cuando creemos haber salido del túnel, los mensajes de aquella semana resultan estremecedores: esa naturaleza de la que nos habíamos apropiado sin escrúpulos se rebelaba y nos descubría desprotegidos y vulnerables, nos indicaba que lo que juzgábamos una realidad inalterable y sólida no era sino un espejismo.
Entonces, ¿lo recuerdan?, nos decíamos que saldríamos mejores, que aquel trauma compartido nos uniría, que en esa travesía tan difícil nos daríamos cuenta, como sociedad, de qué era aquello que realmente nos importaba. No fue así. Al leer esos mensajes reviví el miedo de entonces, por esa epidemia que se extendía entre nosotros, pero esta vez había una desazón añadida: la impresión de que tal vez -siento el derrotismo- no supimos sacar ninguna enseñanza de un episodio tan dramático. Me temo que volvemos a caminar por las calles, soberbios e irreflexivos, sin dar las gracias por la normalidad reconquistada, sin valorar que cada día de esta vida es un regalo.
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