Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Relatos de verano
ERA raro como un pargo de río. Manolo Lombardi había nacido en el Corralón de los Carros, en el casco antiguo de Cádiz, muy cerca de la playa de la Caleta, donde su padre Chano Lombardi Capinetti le había enseñado a coger erizos sin que se le clavase las puyas, a distinguir un pargo de un sargo y a reconocer los vientos por el olor del aire. Raro como un pargo de pantano. En eso, en lo de las pozas del arrecife que lleva al castillo, pensaba Manolo cuando, a las seis de la tarde del 25 de agosto, divisó al final de la avenida López de Gomara un punto negro que incrementaba su tamaño a medida que se acercaba, algo en movimiento sobre una de las líneas de fuego de la sartén sevillana.
Hacía tres noches que el termómetro no bajaba de los 26 grados, los gorriones se caían aturdidos de los árboles y el gasto energético del aire acondicionado de Torre Triana, donde dormían los funcionarios por miedo a salir a la calle, estaba a punto de fundir el ahorro del SAS en compresas.
Manolo, raro como un atún en el Guadalquivir, se había aficionado al cine como escapatoria mental a esas tórridas noches. Ya hacía 10 años que vivía en Sevilla; su mujer y sus dos hijas se habían ido a la playa cuando se acabó el colegio, y él pasaba el tiempo en su casa con el sofá, el split del aire y el televisor como compañeros de travesía del desierto. Pero esa noche no habría cine, estaba de guardia en la Comisaría, y pasaría bastantes horas aburrido entre pasillo y pasillo, porque en Sevilla, la verdad, en verano, se delinque poco, aunque él no estaba ya ni para eso, era un poli de espera que comenzaba a temer que su destino final era el de Jack Nicholson en El Resplandor, sólo que, en vez de enloquecer en las montañas nevadas de las Rocosas, acabaría a hachazos con la puerta de madera prensada del cuarto de baño de su piso de la Carretera de Carmona. No por mucho madrugar hace más fresquito. Después de un julio más que fresquito, arreciaba el calor.
El punto negro, eso. El punto negro aumentaba de tamaño, de lo que dedujo que era algo animado que se acercaba hacia su posición: un perraco, uno de los nigerianos que venden pañuelos en los semáforos, un turista despistado que buscaba las setas de la Encarnación, un gallego que estuvo en la Expo y perdió la memoria en 1992; vete a tú a saber, lo mismo era un cura haciendo penitencia o un afectado por el ébola. La reverberación del asfalto le impedía identificar qué ser temerario se estaba acercando a la Comisaría a esas horas, con ese calor de microondas y esa luz de Mercurio. En su imaginación quijotesca, se creyó Lawrence de Arabia y su punto negro, Sherif Alí, interpretado en la película de David Lean por el guapo de Omar Sharif, quien a lomos de un dromedario se acercaba hasta el único pozo de agua en 50 kilómetros a la redonda. Manolo, mareado de su propio ser, del calor y de las tres cañas heladas de Cruzcampo de la Estrella que se había zampado antes de entrar a trabajar, se sentía Peter O'Toole en Arabia, hasta que la proximidad perfiló el punto negro. Mediana estatura, altiva, delgada, mujer, pelo suelto, impoluta, traje claro estampado, tacones y, detrás de ella, asido a su mano izquierda, un enorme maletín con ruedines. El trolley más telegénico. En la otra portaba un elegante bolsito de trenzas vegetales.
-Me cagó en la má, la juez Malaya.- Casi le da el soponcio. "Tranquilo, Lombardi, tranquilo", se dijo a sí mismo.
Manolo se volvió hacia Comisaría, corrió y avisó a su compañero Rodrigo Roncón, más acostumbrado que él al calor nocturno sevillano porque era de Estepa. Todavía guardaba algunos polvorones en los cajones que no dudaba en zamparse a pesar de ser el mes de agosto. "Hay que romper con la estacionalidad del producto", repetía Rodrigo. Era en artista de la atención al ciudadano, un heredero de la España de Larra, un hombre pegado a su sillón. Llamó por la línea interna al jefe.
Y cruzó el umbral. Allí estaba ella. Realmente, era una diosa de porcelana. Blanca de tez, sin una gotita de sudor en la cara, una Macarena sin lágrimas, elegante al andar, la barbilla en alto, la perdición de los hombres y de los imputados, de pelo suelto y moreno, el martillo de los corruptos, la portada de Vanity Fair en vida; en definitiva, la juez Montse Malaya, la mujer que había enviado a Sevilla II a media Andalucía por el caso de los Erres, por el de los ibis eremitas y por la falsificación de facturas de la peña carnavalesca jerezana M'encanta Jeré.
Don Gabino Alvar era el jefe superior de Policía, leonés de nacimiento, pero con más de 20 años en la ciudad. Era un señor, un trepa, pero un señor. Bien conectado con la sociedad sevillana, disponía de caseta en la Feria y era hermano de tres cofradías. Vamos, que si hacía el agosto, era porque él, leonés de Villablino, no se perdía los cinco días de Rocío con la Hermandad del Salvador. Le faltaron segundos para entrever su oportunidad, la juez venía a pedir ayuda, a abrir un nuevo caso, y él, Don Gabino, iba a cobrar peaje por su información todos: a Ganamos, a Perdimos y a Podemos.
-Pase, su señoría, siéntese, ¿desea tomar algo?
-Vengo a denunciar una desaparición, señor comisario. Por que usted es el comisario, ¿no? -preguntó fría y distante.
-Sí, claro, señoría: jefe superior, Gabino para usted, dígame.
-Quiero denunciar la desaparición de la juez Montse Malaya, titular del juzgado de instrucción letra X de Sevilla. Hace tres días que no sé na de ella.
-¿Cómo, señoría?- Don Gabino pensó que la juez, al salir de los Juzgados, no había encontrado a su taxista habitual, y venía andando desde el Prado. Un caso claro de desorientación por el calor.
-Yo no soy Montse, señor comisario, yo soy su doble, la que entra y sale todos los días de los Juzgados, con la maletita. Bien arreglá, mona, escamondá, para que se vea, pero la juez, la de verdad, es otra, que no sé nada de ella desde hace tres días, señor policía, ayúdeme. Es que los del Superior...
-El Supremo.-Corrigió Gabino.
-Eso, los del Supremo no hacen más que pedirme explicaciones de yo qué sé.
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