¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Tardes en el recuerdo
ENTRAMOS de lleno en el corazón de la feria más brillante que se recuerda, la de 1967, y es jueves. La primera de Paquirri, la del dato anecdótico de un paseíllo con sólo dos toreros porque al tercero, un tal Manuel Benítez, lo ha cogido por la faja el toro de un atasco de tráfico en el Paseo de Colón; la Feria en que volvía a Rafael Ortega o la del retorno triunfal de Juan Mondeño tras su paso por un convento dominico. Pero, entre todos estos detalles importantes, uno muy principal, la reaparición del gran Antonio Ordóñez después de seis años ausente del Baratillo.
Antonio que se había retirado en Lima en 1962 no hacía el paseo en la Maestranza desde la Feria del 61 y este 20 de abril de 1967 volvía a Sevilla. Aunque rondeño de cuna, Antonio era un sevillano más y la plaza de toros de Sevilla tenía para él una especial importancia. Una noche, cuando la guardia se baja, me confesaba que si había una plaza donde la garganta se le secaba hasta lo insoportable era la de Sevilla y donde el miedo es negro en un patio de caballos, en el de Sevilla se ennegrecía a más no poder.
La Feria del retorno de Ordóñez ya tenía triunfadores cuando amanece ese jueves de cielo encapotado. Paquirri, Curro, Mondeño, Rafael Ortega y Ostos ya han cortado trofeos y hoy torea Ordóñez, casi nada. La amanecida encapotada se torna en fina lluvia así que rompe el mediodía, pero en ningún momento revolotea el fantasma de la suspensión. El no hay billetes lleva puesto varios días en las taquillas y como tampoco la lluvia parece que vaya a ser copiosa, el festejo no peligra en ningún momento.
Lleno absoluto, seis toros de Benítez Cubero en los chiqueros y encabezando el paseo, Miguel Báez Litri, Antonio Ordóñez y Curro Romero, que, algo inaudito, se presenta vestido de amarillo y plata con faja y corbatín negros. El Litri va de azul pavo y Ordóñez de grana, ambos con el terno bordado en oro. La expectación va in crescendo, no cabe un alfiler, continúa una lluvia que durará hasta el final y ya el paseíllo es un espectáculo de altísimo nivel.
Con la cara alta y sin emplearse, el primer toro no le dio opciones al gran Miguel de Huelva. Había intentado el litrazo, que era citar desde veinte metros para dejárselo llegar sin mover un solo músculo. En ese primer toro no obtuvo el lucimiento deseado, pero sí en el cuarto, de mejor clase. A este toro, de nombre Chispita, le formó Miguel un alboroto de los suyos. Empezó con la explosión del litrazo para arrancarle una oreja y dejar bien claro que él no era telonero de nadie tras dar la vuelta con un bogavante que su gente de Huelva le había echado a sus pies.
Pero la personalidad de dos toreros como Antonio y Curro es innegable y el interés se centra en qué harán. Es el primer día del rondeño tras una larga ausencia y el segundo del camero, que viene de cortarle las orejas a un toro de Pilar Herraiz cuatro días antes. Bueno, pues lo que ambos lograron en los toros segundo, quinto y sexto fue literalmente inenarrable, algo que continúa indeleble en el disco duro de la vida de cuantos tuvimos la suerte de estar allí y de soportar una lluvia inmisericorde disfrutando del arte de dos taumaturgos del toreo.
Antonio estuvo inmenso con Corcherito, su primero, al que bordó con el capote y con la muleta, parando, templando y mandando como él sabía. Toreo marchoso en los adornos y fundamental en el toreo por abajo, mató muy mal y sólo tuvo de premio la vuelta al ruedo, clamorosa. Pero lo realizado iba a ser sólo el aperitivo a una faena que puede ser una de las mejores que vi en mi ya larga vida de aficionado. Quedaba en chiqueros un zambombo de 607 kilos que se llamaba Chulito y ante aquello hay que destacar que todo lo que parezca hiperbólico no es otra cosa que la más hermosa de las realidades.
A ese zambombo estaba Antonio cuidándolo en el capote cuando entró Curro en quites. El quite a la verónica de Romero a ese toro quinto fue sublime, ya en la media empezó a destocarse y así seguía, con la montera en la mano correspondiendo a los clamores, cuando Antonio estaba brindando. Fue un brindis sonado, ya que la muerte de Chulito se la dedicó a José Utrera Molina, gobernador civil de Sevilla, que ocupaba una barrera del 7 acompañado por Orson Welles.
Y Antonio, despatarrado y descalzo en los medios, con la chaquetilla de par en par, hizo el toreo. El toreo con mayúsculas, una acabada y completa disertación de en qué consiste el toreo mientras Sevilla sigue absorta bajo los paraguas. No hay trofeos porque la espada no entra a la primera, el torero es presa de una nerviosa frustración, se eterniza con los aceros y, no obstante, ha de dar tres vueltas al ruedo.
...y el sexto, Duqueso de nombre, y ya está Curro con él para que el toreo a la verónica surja mayestático, excelso, sublime. Lo cuida en los primeros tercios y cuando Curro toma la muleta, nadie duda de que el suceso está en puertas. Y lo está para la demostración palmaria de que con ese toro cuaja Romero una de las faenas de su vida.
Después del paso del tiempo y de haberle visto siempre, no tengo la menor duda de que esa faena a Duqueso es una de las cimas romeristas y, sin duda de ningún tipo, en la que bordó los naturales más plenos de naturalidad y con el empaque exclusivo de él. Como tampoco mató a la primera, las vueltas al ruedo fueron el consuelo, pero no el colofón. La guinda del pastel es que una barbaridad de gente se echó al mojado albero para sacar a los tres en hombros. No podía ser por la Puerta del Príncipe por la ausencia de trofeos, pero sí por la de cuadrillas para embocar Iris entre clamores.
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