La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
La prueba de que Sevilla no es una ciudad lluviosa la encontramos, además de en los pluviómetros, en la abundancia de naranjos en sus calles y en la poca pericia de los aborígenes en la conducción de paraguas. El citrus aurantium, descendiente de los ejemplares que los moros trajeron de China, es hoy un árbol inseparable de la fisonomía de la ciudad, tanto que el belga Guy Billout lo eligió como motivo de su cartel anunciador de la Expo 92, un magnífico afiche de línea clara digno de Tintín que, como era de esperar, sufrió el desdén de la ciudad. Sin embargo, más allá de su condición de botafumeiro ecológico y de las bellas alfombras de azahar que genera con la floración (a la que los urbanitas más ácidos llaman la "caspa de Sevilla" en metáfora tan divertida como gamberra), el naranjo es un árbol que da poca sombra en nuestro estío sahariano y tiene la altura perfecta para entorpecer el tránsito de paraguas por las estrechas aceras de la ciudad. En estos días de la borrasca Filomena, que es nombre de mula más que de tormenta, lo estamos comprobando de nuevo.
Fue Tacho Rufino, compañero de fatigas opinativas, quien escribió una vez que habría que exigir a los peatones sevillanos un B-1 en la conducción de paraguas, tal es la torpeza con la que la mayoría deambulamos con este artefacto que, al igual que el naranjo, nos llegó de la China. Del Lejano Oriente también trajimos los mal llamados mantones de Manila -sobre cuyo origen y evolución hace Galdós un alarde de erudición en Fortunata y Jacinta- y las vajillas de Compañía de Indias que aún se conservan en algunas casas, vanidosamente decoradas con blasones de Castilla, flores, pájaros exóticos y unos chinitos que parecen hechos de mazapán. Al igual que España ha perdido su memoria de Filipinas, pese a ser el último lugar de ultramar en el que ondeó su pabellón, Sevilla, demasiado obsesionada con América, casi no recuerda la vieja relación que le unía con el lugar de donde sale el sol. Hoy, apenas algún libro de Juan Gil y el pabellón de Portugal del 29 nos evocan esa conexión, muy anterior al desembarco de los rollitos de primavera en la gastronomía del desarrollismo y de la definitiva eclosión del comercio oriental a finales del XX, pero ya en su versión barata y plastiquera, sin las porcelanas, sedas y finos bordados de las chinoiseries de antaño.
Chinos de Taiwán eran también los propietarios del bar ABC, garito de Los Remedios que parecía más segoviano que oriental y del que era habitual el rockero Silvio, quien se definió a sí mismo como "católico y alcoholista, igual que Graham Greene". El comandante Correal escribió de él que nadie ha gritado mejor ¡Viva España! Nunca lo vimos con paraguas. Quizás, por entonces, ya le habían retirado el B-1 de sombrillas y artefactos similares.
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