¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Me consuela leer el artículo de Héctor García Barnés Por qué compramos más libros de los que podemos leer. Lo he hecho siempre. Y lo hago ahora, aunque procurando ralentizar el ritmo por razón de la edad. Escribe García Barnés que “hacerse con un libro es, ante todo, comprar la promesa de un tiempo futuro en el que tendremos tiempo para leerlo”. Es cierto. Cada libro comprado, que ya no cabe en las estanterías ni tan siquiera tumbado sobre los demás o en doble fila y se apila en inestables torres que van conformando un libresco skyline de Manhattan, es una promesa del futuro en que lo leeremos. Pero resulta que llega un momento en el que se tiene mucho más pasado que futuro. Y que, para agravar las cosas, cuanto más viejos nos vamos haciendo más gusto nos da releer, no solo los grandes clásicos, también aquellos libros en cuyas páginas noblemente amarilleadas por el tiempo –grande Fernando Savater– recuperamos nuestra infancia.
Esto pone límites realistas a ese futuro en el que tendremos tiempo para leerlos. Al cumplir los 80 años mi padre dijo que ya no leería libros de más de 200 páginas por si no le daba tiempo a terminarlos. Murió a punto de cumplir los 93 sin dejar de leer. Eso sí, ya solo los periódicos y alguna página sueltas de sus libros favoritos. Pero hasta el final, cada santo, cada cumpleaños y cada Reyes Magos, le regalaba un libro que él, más que leer, olía, acariciaba y ojeaba mientras me miraba zumbonamente y encogía los hombros con ese gesto, tan suyo, de irónico escepticismo.
Afortunadamente no todo está fiado a esa cada vez más improbable promesa de futuro. Están los placeres de buscarlos a partir de una reseña o la recomendación de un amigo, de encontrarse con ellos por sorpresa mientras los ojeamos en una librería, de comprarlos con la mala conciencia de estar haciendo una irrazonable adquisición que se amontonará en espera de una lectura más dudosa cuantos más años se tengan –los japoneses tienen una palabra para definir esta compulsión libresca: tsundoku–, de gozar de su muda, pero tan gratificante, compañía en casa y de ojearlos con deliciosa indecisión cuando buscamos una nueva lectura. ¡Qué más da los años! Quien siente los placeres de la búsqueda, del encuentro por sorpresa y de su muda compañía en espera de lectura nunca será del todo un viejo pesimista. Esos libros no leídos son una forma de esperanza.
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