Gafas de cerca
Tacho Rufino
Nuestro maravilloso Elon
Los hay en perfecto estado de revista, pero a menudo los viveros presentan un aspecto descuidado o de engañoso abandono, tanto más en determinadas épocas del año. Observa uno las hileras de tiestos desacompasados y da la impresión de que hubieran sido dejados a su suerte, pero basta acercarse a ellos para apreciar cómo los troncos raquíticos o las ramas medio desnudas albergan brotes aunque sean minúsculos, capaces de resistir las bajas temperaturas, el riego irregular, la aparente desatención o la real incuria de los cuidadores. Son vida suspendida que contiene en potencia el milagro de las floraciones y la multiplicación de los frutos, como anuncia la clara etimología de la palabra, del latín vivarium, con la que designamos esos espacios en los que se escucha todavía hablar de la almáciga o parte del huerto, preservada de la intemperie, donde se siembran y empiezan a crecer las semillas, antes de ser trasplantadas a sus contenedores pasajeros o definitivos, las humildes macetas, el patio íntimo o el pequeño jardín amurado. Pródiga en nombres de resonancias árabes, la sierra vecina que paseamos estos días de un enero generoso, más cálido de lo acostumbrado, contiene restos de sucesivas culturas que antes o después de la dilatada presencia islámica dejaron su huella en el terreno, donde llueve y ha llovido mucho desde los lejanos siglos que precedieron a la Era. Lo vemos en la natural convivencia de las viejas piedras que atestiguan el rastro de Roma -la savia primordial de la que se nutre el corazón de Hispania- junto al imaginario cristiano de los repobladores, una hermosísima estampa donde confluyen la sobria hechura de la ermita medieval y las apacibles delicias de un entorno literalmente idílico, rodeado de suaves colinas en las que el ganado, ajeno a las bodas del orden pagano con la cruz perdida y recuperada, pace ensimismado en su rutina milenaria. Todo está lleno de signos y basta alejarse un poco de la afanosa actualidad para sentir en su concerniente inmensidad el ancho curso del tiempo. Así en los caminos tantas veces hollados, que recorridos bajo la luna casi nueva dejan ver las constelaciones sin interferencias, como las contemplaron los antiguos, las mismas extrañas luces que no han dejado de serlo porque sepamos que no son héroes ni dioses, aunque las sigamos llamando por sus nombres. Así en las cuestas empedradas donde la erosión, las tormentas, las enormes raíces han creado geografías abruptas, como recién lavadas por efecto de la escorrentía. Salgan o no adelante, los laureles que nos traemos, regalo de los hermanos, son tan eternos como la naturaleza y la civilización de esta tierra de frontera.
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