¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Cuando me cuentan las parejas de amigos que ya duermen en camas separadas porque duermen más cómodos y mejor, cambio enseguida de conversación porque me entra miedo de que mi marido, que anda un poco desesperado, lo escuche y quiera hacerlo. Que se harte del todo de mi pierna encima, de pegarme a él hasta la asfixia para entrar en calor, de cruzarme y ocupar su espacio si se levanta apenas un segundo, de mis continuos giros y cambios de posturas, de despertarle en mis noches de insomnio, de mi “duérmete” si lo siento despierto. Que se desespere de aguantarme y emigre como los matrimonios antiguos a un dormitorio propio o a esa independencia tan chiquitita pero tan abismal de las camas separadas.
Siempre he pensado que lo mejor de vivir juntos es esperar al otro o que nos esperen adormilados y acostarnos a la vez, ver dormir plácidamente a quien queremos, hacer nuestras sus manías de tanto soportarlas, que te digan que aún es temprano cuando te vas a levantar sólo por remolonear apenas un minuto, encajar en la cama como en un vestido hecho a medida, compartir el lienzo blanco del embozo, despreciar el paso del tiempo en los cuerpos conocidos sutilmente cubiertos, sentir la vida en la respiración silenciosa del otro, mirar al mismo techo, dormir juntos. Dudo que mi marido opine igual a estas alturas de la película. Quizás ande ya seducido por los durmientes separatistas, que amenazan la unión de tantas parejas.
Pero hay quien se pierde mucho más. Ahora es fácil escuchar, sobre todo cuando se viene ya de vuelta, aquello de “si me enamoro, cada uno en su casa y Dios en la de todos, tú en tu casa y yo en la mía”. Es un signo de estos tiempos, en lo que a relaciones de pareja se refiere, el huir del otro. No tienen necesidad de compartir ni cama ni casa ni cuenta ni fragilidades. Un amor de trapecio (porque siempre hay equilibrismos, se haga como se haga) bajo red. Una relación hecha para hacer viajes, comer juntos y tener sexo. Una relación sin ataduras aparentes, más allá del sentimiento que a veces asoma de si me querrá realmente o no o si de verdad estaré enamorada o no. Un amor sin aparente desgaste. Un amor del que se duda y esa es su candela, su veneno y su antídoto, su agonía también de tan poco oxígeno.
En este tiempo de amores templados y camas separadas, sigo esperando la caída de la noche y de la vida en la grandeza de lo que envejece unido.
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