La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Hay especialistas que empiezan a plantearse si la crisis del coronavirus marcará el fin de la globalización. A factores conocidos, como el proteccionismo de Trump o el anacronismo del Brexit, se une ahora la rápida extensión de una pandemia que, al colapsar los flujos de mercancías y personas, pone en jaque el normal desarrollo de los procesos productivos y abre serios interrogantes sobre la viabilidad futura del modelo.
No esperen de mí una opinión firme y certera. Si, como afirmara Galbraith, sólo hay dos tipos de economistas, los que no tienen ni idea y los que no saben ni eso, poco puede aportarles quien ni tan siquiera lo es. Pero sí, al menos, intentaré informarles de las dos grandes líneas de previsión, la pesimista y la optimista, en las que hoy se mueven los presuntos expertos.
Para los primeros, la recesión económica que se avecina será universal y vinculante y tendrá como efecto el irreversible ocaso de la llamada economía global. La posibilidad real de un nuevo crac bursátil provocará, dicen, gravísimos daños colaterales (inanición financiera de las empresas, devaluación de numerosas monedas, ruina de los pequeños inversores, multiplicación de las quiebras, contracción del comercio mundial) y, al cabo, finiquitada la globalización, el regreso a una economía de compartimentos estancos.
Para los segundos, la vuelta atrás es imposible: son tantas las ventajas de la globalización en términos de prosperidad, y no sólo para el primer mundo, que el sistema procurará encontrar -y encontrará- sus necesarias correcciones. Deberán revisarse, por ejemplo, las cadenas de abastecimiento. Quizá llegan tiempos en los que el estocaje sustituya a las importaciones inmediatas y continuas. Pero de ahí a dar por terminada la fabricación donde la producción sea más eficiente hay un abismo que, por atraer desastres aún mayores, difícilmente resultaría superable. El regreso a la producción nacional (en definitiva, al siglo XIX), una idea hoy políticamente tan exitosa, augura una masiva y radical pérdida de bienestar, inexplicable e inaceptable a la larga para gentes y pueblos. Con todos sus defectos, la globalización garantiza progreso y pedirle a la ciudadanía que renuncie a él se me antoja una tarea ardua, inentendible y tal vez suicida.
Ignoro que cauce elegirá el río de la historia. Aunque fervientemente espero que la crisis lo sea de crecimiento y ajuste y no de retroceso, pobreza y amurallamiento
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