La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
Hay artículos que nunca hubiera querido escribir. Este es uno de ellos. Ha muerto el doctor Ismael Yebra. Era también articulista compañero en estas páginas, escritor, investigador, académico de la Real de Medicina, académico y presidente de la Real de Buenas Letras y muchas cosas más. Afortunadamente no careció de reconocimientos en vida. Tal vez el que más apreciara, él, que tanto amaba los libros, sea que desde 2017 lleve su nombre la Biblioteca Municipal de Umbrete, pueblo tan querido por él donde encontró -amor, casa, libros, lumbre, retiro, silencio y amistades- el pequeño paraíso de Fernández de Andrada: "Un ángulo me basta entre mis lares, / un libro y un amigo, un sueño breve, / que no perturben deudas ni pesares".
Lloramos hoy, sobre todo, al doctor Yebra. O mejor, porque doctor no deja de ser solo un título académico, al médico Yebra. Cualquiera que tenga el talento suficiente puede cursar la carrera, obtener el doctorado, practicar la medicina con acierto, publicar y ser recibido por las academias. Pero para ser un gran médico hay que tener una vocación tan firme que linda en cuanto a exigencia y entrega con la religiosa. Quizás por esa proximidad entre ambas atendía altruistamente a las monjas de los conventos de Sevilla y gustaba de retirarse a monasterios. Pero, ojo, no era un beato ni un aspirante a místico. Tenía un punto dionisíaco de disfrute de las cosas buenas de la vida, una ironía afilada pero nunca cruel y unas gotitas de ese sabio escepticismo y sereno estoicismo enseñados por la vida cuando se manifiesta en toda su fuerza y toda su debilidad, toda su belleza y toda su crudeza, que es tan propio de los grandes médicos.
Tenía, sobre todo, el don de la compasión comprensiva que lo convertía en cariñoso amigo de sus pacientes. Lo sé bien. Ismael fue médico de tres generaciones de mi familia. Lo que hizo por mis padres ancianos o durante el largo ingreso de mi madre él, yo y Dios lo sabemos. Yo se lo agradeceré siempre y Dios, con seguridad, se lo ha premiado. Le retrata que se le saltaran las lágrimas cuando fallecía un paciente. Lo he visto y agradecido. La sabia práctica de la medicina le dio acierto en el diagnóstico y el tratamiento. Pero nunca le endureció el corazón, le encalleció el alma o le secó los ojos. Así era este gran médico y grandísima persona. Por eso para muchos el mundo es un poco peor tras su fallecimiento, tan temprano.
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