¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El espectro de Paulina Crusat
DE POCO UN TODO
SE habrán dado cuenta, seguro; y en alguna ocasión hasta habrán aprovechado la oportunidad. Los bancos, las operadoras telefónicas, las empresas de seguridad, las aseguradoras, etc., premian al cliente que deja en la estacada a su antigua compañía y le pone los cuernos con la nueva. Tantos regalos, rebajas, bonificaciones y gratuidades no se las dan ni de broma -lo sé porque las he pedido- al cliente fiel, ese idiota.
La fidelidad cotiza a la baja. Y eso tiene su importancia social, más allá de las concretas y cortoplacistas campañas de marketing. Ante los tics sociales más chocantes tenemos que pararnos a pensar qué esconden, con qué están relacionados, de qué corrientes subterráneas son indicio. Porque todo es símbolo o, en el peor de los casos, como éste, síntoma.
Se cuenta que la alianza matrimonial resulta un poderoso imán para los escarceos amorosos de las noches de discoteca. Suena raro y yo -que conste- no lo he visto nunca, pero no extraña a poco que al personal se le pegue el comportamiento de las empresas y sus publicidades. Lo que si he visto, como todos, es que la fidelidad matrimonial es un valor tan debilitado como la corporativa.
Y no es eso lo más feo de la costumbre de las empresas, sino que fomentan o imponen el chantaje y la chulería, el vacile, las amenazas y los malos tratos. Se ha convertido en una costumbre llamar a la vieja compañía y asustarla con irte con una nueva si no te da lo mismo o más que la otra. Muchas veces sale bien, por lo que he oído. Pero no sé si compensa el precio de convertirnos a todos en unos fajadores malhablados y malencarados.
Y no es casualidad que los nacionalistas hagan lo mismo, sino ósmosis social. Amenazan con romper el contrato, un contrato que lleva muchísimos siglos y que se fue anudando con la sangre de nuestros antepasados, como en la batalla de las Navas de Tolosa, cuyo ochocientos aniversario, nada menos, acabamos de celebrar (demasiado poco, por cierto). Pero frente al peso de la historia, los nacionalistas prefieren actuar como clientes de una operadora telefónica, jugando al me enfado y me voy si no me dais cuanto quiero ya. Y los gobiernos centrales les dan, por ahora, mientras ha habido.
Por supuesto, todo es muy complejo y se entrecruzan corrientes alternas, como la esencia misma del capitalismo y del consumismo, pero no sería poco signo de esperanza que alguna empresa se atreviese a romper con tanta innoble compensación de la infidelidad. Que se premiase a los clientes de toda la vida, que no se hiciese una oferta al que viene de fuera que no se igualara, como mínimo, al que se queda dentro.
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