Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
La tribuna
LA pasada Semana Santa, en un pueblo sevillano, pude escuchar casualmente una conversación entre un clérigo joven (estaría en torno a los cuarenta) y otra persona. Quizá la música y los aplausos a la entrada de la cofradía les inducían a creer que nadie escuchaba sus palabras, o quizá les traía sin cuidado que otros las escuchásemos. Estaban hablando de las primeras declaraciones "inquietantes" del nuevo Papa y de una reunión reciente de una organización católica, de sacerdotes y laicos, en algún lugar de Castilla cuyo nombre no pude retener. El clérigo le contaba a su interlocutor que ésta había terminado con la siguiente invocación, referida a Francisco: "Señor, ilumínalo o elimínalo".
Es evidente, tras conocer los sucesivos discursos y declaraciones de Bergoglio, que éste no ha sido iluminado en el sentido que los participantes en aquella reunión deseaban. ¿Pasarán, entonces, a pedir al Señor que ejecute la segunda opción? Y si tampoco son escuchados, ¿hasta dónde estarán dispuestos a llegar, siempre en nombre del interés de la Santa Iglesia, para evitar lo que, sin duda, entienden como una traición a las esencias de la institución? Quizá nadie pueda responder hoy a esta pregunta, entre otras razones porque los muy poderosos lobbies integristas que controlan los diversos ámbitos de la curia y la mayoría de las conferencias episcopales, comenzando por la española, tienen eficaces instrumentos para tratar de bloquear en la práctica los cambios que el nuevo Papa está anunciando.
Es una incógnita o, si alguien prefiere, un misterio que un cuerpo electoral como el del último cónclave, modelado a su imagen y semejanza ideológica por los pontífices Wojtila y Ratzinger, eligiera a alguien que desde el momento mismo de su proclamación tuvo gestos simbólicos de carácter reformador y que, sin apartarse de la ortodoxia doctrinal, está dando algunos giros de timón que pueden modificar el rumbo ultraconservador de la Iglesia en las últimas décadas.
De alguien que es jesuita y que adopta como nuevo nombre no el de Ignacio o Javier sino el de Francisco, muchas cosas pueden esperarse salvo un papado gris o continuista. Lo saben los guardianes de la herencia contrarreformista de los dos últimos papas, que, aunque controlan o casi monopolizan las instituciones eclesiásticas, tienen un problema difícilmente superable: la naturaleza muy fuertemente jerárquica de la propia Iglesia a partir de Constantino; su carácter, sobre todo desde el siglo XIX, de monarquía absoluta en la que los sumos pontífices son elegidos por el colegio cardenalicio pero no se deben a sus electores ni a programa alguno (en realidad, las "democracias políticas" de cualquier país no se alejan mucho hoy de este modelo). Una contradicción que se trata de salvar atribuyendo a los cardenales la función de meros instrumentos del Espíritu Santo, que expresaría su voluntad a través de ellos. Estas estructuras y creencias, reforzadas por el dogma contemporáneo de la infalibilidad del Papa, explica la inmensa influencia que ejercen sobre la mayoría de los católicos las palabras de quien lo sea en cada momento, no sólo cuando habla ex cathedra (en realidad casi nunca) sino en cualquier contexto. Sean cuales sean esas palabras y sus contenidos. Y esto se vuelve hoy en contra de los sectores integristas.
Cuando Francisco critica la obsesión eclesiástica por los temas sexuales, cuando se muestra partidario de que las mujeres asuman muchas más funciones y responsabilidades, cuando llama a la Iglesia a dejar de ser "autorreferencial" y a ir "hacia las periferias existenciales", cuando señala que los confesionarios deben ser lugares donde se practique la misericordia y no la presión sobre las conciencias, está señalando, sin duda, un cambio importante en los objetivos y funcionamiento de la institución, aunque no se planteen cambios en su base doctrinal.
Hasta ahora, Francisco está transmitiendo, sobre todo, palabras y gestos pero sería más que aventurado creer que se va a quedar en ellos. Es más razonable pensar que está preparando a los católicos para esos cambios. No pretenderá ser -cuidado con los espejismos- un teólogo revolucionario pero sí puede querer ser un reformador. Y esto es más que preocupante para quienes tienen secuestrada la interpretación del cristianismo y utilizan éste para seguir apegados a los poderes económico y político y para actuar inquisitorialmente contra quienes no aceptan lo que ellos definen como ortodoxia. Tanto a los católicos como a los que no lo son interesa que la Iglesia deje de alinearse con los poderes que impulsan cada día las desigualdades entre las personas y entre los pueblos, y apueste por la justicia y por una vida digna para todos en este mundo sin aplazar este objetivo para un mundo futuro cuya existencia ella misma entiende como una cuestión de fe personal. Forza, Francisco.
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