La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
No tenemos miedo pese a los cantos de las sirenas catastrofistas. Nos sobra corcho para taponar los oídos de los estultos de guardia que siempre desenfundan el discurso negativo. Pasa la Inmaculada, queda la estela celeste y blanca de la hermosa octava, pórtico real de la Navidad. Se asoma la memoria como una gárgola para echarte el jarro de agua fría con pedruscos de hielo que te hieran. Pero están listos los paraguas. Es fuerte la armadura del barco porque ha sido bueno, muy bueno, el astillero de la educación en valores. No hay miedo a la singladura por los días que se anuncian con estruendo en la calle y con serena alegría en el interior de las personas de buena voluntad. ¿Dónde estará tu victoria, oh memoria?Amanecerá con sabor a pavo trufado, oloroso de Jerez, huevo hilado, dulces de almendra exquisita como las manos que los elaboran, fina mantelería; Nacimientos de porcelana, alabastro, barro, croché, macramé, guata... Nunca hay silla vacía en la memoria, por eso la memoria no tiene donde clavar la bayoneta. Huyamos del discurso de carril, que no haya más borregos que los del portal. Acudirán los reyes napolitanos con sus elegantes ropajes con el oro, el incienso y la mirra. Hasta para la memoria somos privilegiados cuando aparece el compañero que informa desde Israel, al que vimos en una Feria de Sevilla, o el que recuerda que el conflicto de Ucrania ha quedado orillado. No puedo herirnos la memoria, que para eso está el mundo con sus giros.
Nuestra memoria es confortable, grata, alegre y generadora de fortaleza. Nos inunda un derroche de luz que nos obliga a una felicidad molesta por forzada. De los catastrofistas líbrenos Dios que la memoria me la gestiono yo. En Navidad no hay que huir tanto de la memoria como de los aguafiestas que, como los políticos malos, tratan de igualar por abajo, por la pena de catálogo, la nostalgia despachada al peso y los comentarios previsibles. ¿Hay algo peor que la gente previsible en sus opiniones y pareceres? Parece que hablaran como si siempre se encontraran a un vecino en el ascensor. Se aproxima el Titanic navideño que encalla siempre el 7 de enero sin botes suficientes para salvarnos todos. Unos saltan antes de tiempo, otros aguardan el chaleco salvavidas, no falta quienes como los músicos siguen tocando los instrumentos mientras se masca la tragedia y, por supuesto, muchos sucumben. Elijan el barco de la esperanza, huyan de los tóxicos. En este mundo nadie se queda aunque muchos vivan como si fueran inmortales. Si nos quedáramos haríamos ricos a los psiquiatras.
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