Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
CON la celebración del cuarto centenario del accidente histórico de la embajada Keichô, se conmemora el Año Dual España-Japón. Aún habrá algún despistado que no conozca la historia, siquiera en sus detalles más groseros, de la misión diplomática de Hasekura Tsunenaga y del origen del apellido Japón, pero muchos otros la conocerán de sobra, y asistirán entre interesados y divertidos a los distintos actos y eventos organizados. Si bien el tratamiento académico se ha movido entre la frialdad de la mera narración histórica y la calidez de la historiografía local, fuertemente comprometida, queda pendiente una valoración transversal del acontecimiento y una ponderación actual de su impacto.
La embajada Keichô fue el resultado del primer proceso globalizador que se conoce: la colonización y evangelización de América. Como resultado de la proximidad de Filipinas, la prédica de jesuitas y dominicos puso en contacto a muchos japoneses con entidades enormemente ajenas a su realidad. De repente había una Iglesia y un Rey de España que empezaban a ser vistos como algo más propio que el mismo Emperador. Reconozcamos el impacto. En un país donde el Emperador, máxima autoridad de la religión nativa, el shinto, podía abdicar y retirarse como monje budista, sin que nadie enarcara una ceja, el cristianismo resultaba alienante y explosivo.
Era un medio de relacionarse con el mundo que discrepaba enormemente con la tradición japonesa. Del disfrute de la naturaleza y la anhelada fusión con ella que caracteriza a la cultura japonesa, a la idea de dominio de la misma y expansión sobre ella del cristianismo, media un abismo. Por eso, cabe imaginar la fabulosa historia alternativa que habría resultado del éxito de dicha embajada. ¿Cómo sería un Japón cristiano? ¿Sería la potencia comercial y cultural que es hoy? ¿Acogería Occidente el confucianismo como filosofía societaria y del poder?
Tsunenaga volvió como Felipe Francisco, y si el viaje le cambió, también lo hizo su patria en su ausencia. Ya se habían dado pasos hacia la persecución del cristianismo y la restricción del comercio con los Bárbaros del Sur (así nos llamaban), pero el relato de las maravillas y las potencias de Occidente que hizo Felipe Francisco a su vuelta fue el argumento definitivo para clausurar el país de cara al exterior. Los casi 300 años que Japón permaneció de espalda al mundo dieron forma a su cultura.
La Coria del Río de 2013 no se parece en nada a aquella a la que llegaron los japoneses. Sin embargo, 400 años después, la herencia japonesa es más fuerte y está más presente que nunca. Es esta globalización, que todo lo mezcla, la que hace que los corianos busquen su identidad en el otro extremo del mundo. ¿En qué pueden parecerse un vecino ribereño del Guadalquivir a otro del Natori? ¿Por qué un coriano se conmueve con los padecimientos de un habitante de Sendai? Porque unos pocos curiosos, conscientes de la leyenda que portan con su apellido, decidieron establecer puentes con una tierra que, en su niñez, quedaba en la fábula. Estos pioneros son los ejemplos de lo que la globalización debería ser. En lugar del imperio del dinero y el producto, de la dominación y la contaminación, hay un reconocimiento y celebración de aquello que compartimos, de todo lo que es profundamente humano.
Que cuatro siglos atrás unos japoneses decidieran mezclar su ADN con el de los corianos es una nimiedad, un pie de página en los manuales de historia, una curiosidad y una rareza si se quiere. Lo verdaderamente significativo es que los corianos de hoy han escogido subrayar y reverenciar ese tenue vínculo que les une a una tierra distante y las gentes que la pueblan, y lo han convertido en un hilo de vida entre ellos y los habitantes de Sendai. Lo importante es que los corianos se reunieran junto a la estatua de Hasekura Tsunenaga cuando el terremoto y el tsunami de 2011 golpeó la costa de Tohoku, y mostraron su solidaridad con las víctimas.
¿Cómo habría reaccionado Japón ante este cataclismo de haber sido un país cristiano, de haber tenido éxito la embajada Keichô? Probablemente de una manera muy diferente, pero eso ya no importa, lo importante es que aquella embajada, en su fracaso, hizo florecer, cuatro siglos después, la compasión y el interés por gentes aparentemente lejanas. Lo importante, ahora mismo, son los lazos y puentes que tendemos con otros pueblos, y para ello cualquier excusa es buena.
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