¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Ojo de pez
Aunque sea por una cuestión de memoria histórica, parece que unas elecciones autonómicas en diciembre cobran un significado especial en Andalucía. El problema llega cuando la nostalgia se distingue como el único elemento genuinamente interno del asunto: a la hora de poner las urnas (legalmente, se entiende), la comunidad parece haber aceptado con excesiva alegría su función de laboratorio previo a lo que de verdad importa: el tablero del que hablan los analistas políticos en el que cada partido mide sus fortalezas y debilidades, así como las de los adversarios y socios potenciales, se ha interiorizado casi como una cuestión moral. Este año, ya me dirán: en clave nacional, el PSOE aguarda los primeros resultados en unos comicios tras la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa y el PP los suyos después de haber puesto al frente a Pablo Casado. Ciudadanos espera ver confirmado el ascenso definitivo en todo el país que, según cierta lógica consecuente, debería tener lugar tras el millón de votos que se llevó Inés Arrimadas en Cataluña; y, en pleno debate sobre la continuidad de la fórmula dadas las consecuencias, Unidos Podemos aguarda los resultados del tándem Rodríguez/Maíllo, muy a pesar de sus presuntas singularidades. Éste es el tablero. A partir de aquí, nada. Y menos aún de puertas adentro.
Se tratará, entonces, de comprobar en qué medida benefician a Susana Díaz las políticas de Pedro Sánchez desde la moción de censura y de qué forma saldrá bien parado Juanma Moreno respecto a la aceptación ciudadana de Pablo Casado como líder del PP (no es difícil esperar que a la primera, si de esto se trata, le vaya mejor que al segundo, lo que nos llevaría a otra pregunta: ¿A qué demonios espera Moreno para fundar de una vez el PP andaluz? El de verdad, claro). Se mire como se mire, la definición de Andalucía como sujeto político es en la praxis prácticamente nula. Su única justificación es el tablero. Que haya quien considere la autonomía una realidad política sólo por ser una herramienta administrativa delata hasta qué punto habría que parar y empezar de nuevo. Más bien: una comunidad recién regresada a la liga de las regiones más pobres de Europa que justifica sus elecciones en virtud de la estrategia partidista urdida en Madrid no es estrictamente una autonomía. Habría que llamarla heteronomía. Otros dictan lo que aquí sucede.
Y esto ocurre mientras los partidos que apuestan por la eliminación de las autonomías crecen en proyección y apoyos. Si se trata de salvar el negocio, igual se trata de merecer sus bondades. A título personal.
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